“Cómo ser la otra mujer”, por Lorrie Moore Posted in: Cuentos, Hay que leer
Os conoceréis con gabardinas caras de color beis, una noche espesa como el caldo. Igual que en una película de detectives. Primero, quédate delante del escaparate de Florsheim, en la calle Cincuenta y siete, pega la cara al cristal, mira los Hummels de terciopelo falso que giran alrededor de los zapatos de piel; algunos son blancos como los que lleva tu padre y están apoyados en guirnaldas sobre un montoncito de nieve sintética. Todas las tiendas han cerrado. Ves tu aliento en el cristal. Dibuja un símbolo de la paz. Esperas un autobús.
Él surge de la nada, se parece a Robert Culp, la niebla se espesa, luego se abre, después es como si se volviera a cerrar a su espalda. Te pide fuego y, sorprendida, te sobresaltas levemente, pero le das tus cerillas del Lucky’s Lounge, «donde el ocio es cosa seria». Tiene una risita agradable, uñas agradables. Enciende el cigarrillo protegiendo la punta con las manos y le da una calada honda, como si se muriera de hambre. Al soltar el humo sonríe, te devuelve las cerillas, te mira a la cara, te dice: «Gracias».
Después se queda no muy lejos de ti, esperando. El mismo autobús, quizá. Intercambiáis miradas furtivas, moviendo los pies. Finge que contemplas la nieve sintética. Sois dos espías que miráis rápidamente los relojes, escondéis el cuello entre los hombros, lleváis subida la solapa de la gabardina y cortáis lentamente como aletas de tiburón la niebla iluminada por las tiendas y los taxis. Empezáis a hacer círculos, os calibráis el uno al otro con olisqueos primigenios, os miráis, con movimientos furtivos, tan penetrantes como Basil Rathbone.
Llega un autobús. Va abarrotado, todos contemplan sin humor las axilas de los demás. Baja una mujer rubia con pinzas en el pelo y los zapatos en la mano.
Os subís juntos, os agarráis a barras cromadas contiguas y cuando el autobús suelta su resoplido y se pone en marcha con estruendo, sacas un libro. Pasado un minuto, te pregunta qué lees. Es Madame Bovary con el forro de una biografía de Doris Day. Intenta explicarle lo de los forros de los libros. Te sonríe, interesado.
Vuelve a tu libro. Emma abre su ventana pensando en Ruán.
—¡Qué tiempecito! —Le oyes suspirar con un acento levemente británico o de la clase alta del estado de Delaware.
Levanta la vista. Di:
—No es apto para ningún bicho viviente.
Parece una tontería. No tiene sentido.
Pero así es como os conocéis.
En el cine es tierno, te acaricia la mano bajo el asiento.
En los conciertos es encantador y atento, te invita a copas, te busca el tocador de señoras cuando no lo encuentras.
En los museos es sabio y cariñoso, te acompaña despacio entre las urnas cinerarias etruscas con gestos afectuosos y una diplomatura en Historia del Arte de la Universidad de Columbia. Es amable; se ríe de tus bromas.
Después de cuatro películas, tres conciertos y dos museos y medio, te acuestas con él. Te parece el número adecuado de actos culturales. Pones en el tocadiscos tu música favorita de arpa y oboe. Te dice el nombre de su mujer. Se llama Patricia. Es una abogada especializada en propiedad intelectual. Te dice que le gustas mucho. Te quedas tendida boca abajo, desnuda y todavía demasiado acalorada. Cuando te pregunte «¿Qué te parece?», no digas «ridículo» ni «lárgate de mi apartamento». Apoya la cabeza en una mano y responde:
—Depende. ¿Qué es la legislación de la propiedad intelectual?
Te sonríe.
—Ah, ya sabes. Cuando el ocio es cosa seria.
Échale una sonrisita apretada y tensa.
—Es que no quiero que te sientas incómoda con esto.
Di:
—Eh. Yo soy una persona muy tranquila. Soy dura.
Enséñale el bíceps.
Cuando tenías seis años te creías que «amante» significaba algo molesto, como ponerse un zapato en el pie equivocado. Ahora eres mayor y sabes que puede significar muchas cosas, pero que esencialmente significa ponerse el zapato en el pie equivocado.
Caminas de manera diferente. No te reconoces en los escaparates; eres otra mujer, una loca escaparatista con gafas que tropieza frenética y preocupada entre los maniquíes. En los servicios públicos te sientas aplastada peligrosamente en el asiento del retrete, como un extraño helado de carne desesperada y regocijante, y murmuras a tus muslos, que adquieren un color azulado:
—Hola, soy Charlene. Soy una amante.
Es como tener un libro prestado de la biblioteca. Es como tener constantemente un libro prestado de la biblioteca.
Quedáis a menudo para cenar, después del trabajo, compartís litros enteros del tinto de la casa, después recorréis a trompicones las dos manzanas hacia el este, las veinte manzanas hacia el sur hasta llegar a tu apartamento y os tumbáis en el suelo del cuarto de estar con las gabardinas caras de color beis todavía puestas.
Es analista de sistemas (ya habéis agotado las bromas al respecto), pero te revela que lo que quiere ser de verdad es actor.
—Bueno, ¿y cómo te hiciste analista de sistemas? —le preguntas, qué gracia tienes.
—Como se hace uno cualquier cosa —responde pensando en voz alta—. Estudié y envié currículos.
Una pausa.
—Patricia me ayudó a preparar un currículo estupendo. Demasiado estupendo.
—Ah.
Piensa en los estudios para amante, el título, los currículos. Puede que no estés cualificada.
—Pero el trabajo de análisis de sistemas no se me da demasiado bien —explica, mirando el techo agrietado y más allá, mucho más allá—. Calcular la eficiencia en función de los costes de doscientas personas que se pasan quinientas páginas de un lado a otro de un escritorio nuevo de metro por metro y medio… No soy una persona organizada, como lo es Patricia, por ejemplo. Es increíblemente ordenada. Hace listas de todo. Es impresionante.
Di con voz inexpresiva, apagada:
—¿Qué?
—Que hace listas.
—¿Que hace listas? ¿Y eso te gusta?
—Bueno, pues sí. Ya sabes, de lo que va a hacer, de lo que tiene que comprar, los nombres de los clientes que tiene que ver, etcétera.
—¿Listas? —murmuras tú desanimada, desangelada, con tu cara gabardina beis todavía puesta.
Hay un silencio largo, cansado. ¿Listas? Te pones de pie, te limpias el polvo de la gabardina, le preguntas qué quiere beber, y después vas directa a la cocina sin aguardar su respuesta.
A la una y media se levanta en silencio, salvo por el roce suave que hace al vestirse. Se marcha antes de que te hayas quedado dormida del todo, pero antes se inclina sobre ti con su cara gabardina beis y te besa las puntas del pelo. Ah, te besa el pelo.
CLIENTES QUE VER
Fotos de cumpleaños
Rollo de celo
Cartas a TD y a mamá
En teoría sigues siendo secretaria de Karma-Kola, pero llevas al cuello la llave de la asociación de estudiantes Phi Beta Kappa colgada de una cadena de oro barata, con la esperanza de que alguien se fije en ti a la hora de un ascenso. Por desgracia, has perdido el respeto de todos tus compañeros excepto uno, y también el de muchos de tus superiores, que trabajan para poder enviar a sus hijas a la universidad para que no tengan que ser secretarias, y que por lo tanto te miran con desprecio por ser una fracasada a pesar de tener una licenciatura. Es como ser licenciada en fracaso. Pero Hilda te aprecia. Eres joven y le recuerdas a su hermana, la patinadora profesional.
—Pero si a mí no me gusta patinar —le aclaras.
Y Hilda sonríe, asintiendo con la cabeza.
—Ajá, eso es exactamente lo que ella me dice a veces, y lo dice de la misma forma que tú.
—¿De qué forma?
—Ah, no lo sé —responde Hilda—: con el flequillo con raya en medio, ese aire.
Pregúntale a Hilda si quiere salir a almorzar contigo. Mientras os coméis unos bocadillos de carne con chucrut, pregúntale si ha tenido alguna vez una aventura con un hombre casado. A medio bocado, mientras intenta completar la coreografía de su masticar, le chorrea salsa rusa en las manos.
—Una vez —explica—. Fue el último amante que he tenido. Hace más de dos años.
Di «Ay, Dios» como si fuera algo horrible y trágico, e intenta después mitigar la grosería carraspeando y añadiendo:
—Bueno, supongo que no es tan terrible.
—No —suspira ella de buen humor—. Su mujer tenía la enfermedad de Hodgkin, o eso creían todos. Cuando le hicieron el diagnóstico correcto y no resultó tan negativo, volvió con ella. ¿Tú lo entiendes?
—Supongo —contesta dubitativa.
—Sí, puede que tengas razón. —Hilda sigue limpiándose carne con chucrut del dorso de las manos con una servilleta—. Bueno, de todas formas, ¿con quién te has liado?
—Con uno que tiene una mujer que hace listas. Tiene la enfermedad de Hacelistas.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé.
—Sí —replica Hilda—. Típico.
CLIENTES QUE VER
Tomates en lata
Pasta de dientes ecológica
Desodorante ecológico
Vitamina C de oferta, Rexall
Ver: otro zapatero, calle 32
—La verdad es que Patricia ha tenido una vida muy interesante —comenta él, fumándose un cigarrillo.
—¿Ah, sí? —contestas, aplastando otro en el cenicero.
Haz una lista de todos los amantes que has tenido.
Warren Lasher
Ed Catapano Cabeza de Goma
Charles Deats o Keats
Alfonse
Métetela en el bolsillo. Déjala por ahí, a la vista. No sabes cómo, pero la pierdes. Tómate el pelo diciendo que eres «una perdida». Haz otra lista.
Susurra «No te vayas todavía» cuando se deslice de tu cama antes de salir el sol y tú estés allí, tendida boca arriba, refrescándote, desnuda entre las sábanas y oliendo a un sudor de almizcle, de cebolla. Siéntete gris como una toalla abandonada en unos vestuarios. Míralo mientras se vuelve a poner los pantalones, el suéter, los calcetines y los zapatos. Extiende la mano y agárralo del muslo mientras se inclina y te besa rápidamente, diciéndote que no te levantes, que ya cerrará la puerta al salir. En la oscuridad cargada de humo lo ves esbozar una sonrisa débil, culpable, e intentar despedirse desde la puerta con un gesto falso y desenvuelto de la mano. Vuélvete de costado, hacia la pared, para no tener que ver cómo se cierra la puerta. Oyes el ruido, no obstante, el tintineo de las llaves y el chasquido de la cerradura, las pisadas fuertes que después se van perdiendo por la escalera, el golpe de la puerta de la calle, después nada, todos sus ruidos se mezclan con la ciudad, su cara pasa sin nombre hacia el barrio alto en un autobús o en un taxi con mala calefacción mientras las ventanas del dormitorio, de todo el edificio en que vives, se estremecen cuando pasa un camión escandaloso hacia el puente de Queensboro.
Pregúntate quién eres.
—Hola, soy Atila —dice con una voz falsa y grave cuando coges el teléfono en la oficina.
Suelta una risita. Como si fueras tonta. Di:
—Ah. Hola, huno.
Hilda se vuelve para mirarte con una expresión de qué-mosca-te-ha-picado. Encógete de hombros.
—¿Comemos juntos más tarde?
Di:
—¿Carne? Ya sabes que la carne no puedo ni verla, soy vegetariana.
—Qué graciosa, qué gracia tienes —observa, sin reírse, y durante el almuerzo te da sus tomates.
Bébete dos vasos enormes de vino y sonríe con todas sus anécdotas de la oficina y de su suegra. Eso hace que le chispeen los ojos y le salgan arrugas en las comisuras, que la cara se le ponga satisfecha y brillante.
Cuando la camarera retira los platos, hay un silencio en el que los dos bajáis los ojos y los volvéis a alzar.
—Cada día estás más guapa —te dice mientras sostienes la copa de vino sobre la nariz y el borgoña te cae a raudales por la garganta.
Deja la copa. Sonrójate. Sonríe. Juguetea con tu llave de Phi Beta Kappa.
Cuando os levantéis para marcharos, respira hondo. Enfrente del restaurante, de donde partiréis en direcciones opuestas, no le des un beso entre la multitud del mediodía. El despacho de Patricia está cerca y ella tiene la costumbre de ir al banco más o menos a esa hora; a él se le pondría rígida la espalda y movería los ojos de un lado a otro como un loco. En lugar de eso, haz un rápido movimiento de pies, como si llevaras una cadena y una bola, como viste hacer a Barbra Streisand en una película. Haz un gesto ampuloso con el brazo y di:
—Hasta que volvamos a vernos para comer.
El ascensor de la oficina va despacio y está lleno de gente; te olvidas de bajar en el décimo piso y lo tienes que hacer desde el diecinueve. Cinco minutos después de llegar mareada a tu escritorio, suena el teléfono.
—Espérame mañana a las siete, delante del Florsheim —dice—, y te llevaré a mi castillo. Patricia va a una convención sobre derechos de autor.
Espera helándote delante del Florsheim hasta las siete y veinte. Aparece, por fin, corriendo, jadeando entre disculpas (acaba de volver del aeropuerto), con la gabardina abierta, y tira de ti a paso vivo hacia la parte alta de la ciudad, rumbo a los museos de arte. Vive cerca de los museos. Pregúntale qué es una convención sobre derechos de autor.
—Un lugar donde el ocio es cosa seria y así se toma —explica con voz tranquila, alargando las palabras y sonriendo, avivando su paso y el tuyo.
Te besa la sien, te retira el pelo de la cara.
Llegas a su edificio en veinte minutos.
—¿Ya estamos aquí?
El portero del castillo lleva la bragueta abierta. Sonríele con educación. En el ascensor, di:
—No vale la pena subir una bragueta que nadie mira.
El ascensor traquetea a lo largo de los ocho pisos de manera peculiar, como si alguien estuviera carraspeando obsesivamente.
Cuando abre por fin la puerta del apartamento, te hace pasar a un cuarto de estar en forma de ele, repleto de plantas y carteles con marco dorado que anuncian exposiciones a las que hace ya seis años que es demasiado tarde ir. La cocina está a un lado: pequeña, digital, austera, con un pequeño ejército de utensilios cromados que cuelgan de la pared beligerantes y limpios como espadas. Da vueltas por allí, nerviosa como un perro que olisquea la casa. Asómate al dormitorio: en el centro, como una flor gigante, hay una cama tamaño reina con una colcha holandesa de Pensilvania. En una mesilla de noche hay un marco con peana con una foto de una mujer vestida de esquiadora. Te asusta.
Cuando vuelves al cuarto de estar, te lo encuentras preparando unos combinados con whisky escocés.
—Ya estamos aquí —repites, con una sonrisa forzada y una agitación extraña en el tórax.
Enciende uno de sus cigarrillos.
—¿Te guardo el abrigo?
Muéstrate rara y difícil. Di:
—El beis me gusta. Creo que es práctico.
—¿Qué te pasa? —pregunta cuando te da la copa.
Intenta decidir qué debes hacer:
- Abrirte de un tirón la gabardina, enviando los botones al otro lado de la habitación como torpedos, para que caigan en la esparraguera con una serie de golpecitos.
- Ir al baño y hacer gárgaras con agua caliente del grifo.
- Bajar a la calle y parar un taxi para que te lleve a casa.
Te pone la boca en el cuello. Rodéalo tímidamente con los brazos. Susúrrale al oído:
—Mm…, hay una mujer, otra mujer en tu cuarto.
Cuando esté totalmente dormido encima de ti, en plena noche, alarga el brazo izquierdo hacia la mesilla, despacio, como un brazo mecánico programado para realizar una misión secreta de espionaje, a oscuras acércate a la cara la foto de la esquiadora e intenta estudiar sus rasgos por encima del hombro de él. Parece que tiene una sonrisa bonita, el pelo corto, no hay cejas, las aletas de la nariz abiertas, un cuerpo indescifrable envuelto en nailon, plumón y lana.
Sal de debajo de su cuerpo dormido deslizándote con cuidado, como un calzador (él suelta un gruñido soñoliento), y ve al armario empotrado. Ábrelo con el mínimo de crujidos y contempla la ropa de ella. Unos pocos trajes sastre. Parece que tiene blusas beis y muchas cosas marrones. Enciende la luz del armario. Mira los zapatos. Están alineados en pares ordenados, casados, en el suelo del armario. Zapatos negros, zapatillas azules, mocasines marrones, sandalias marrones. Han ido a una universidad privada de las caras, pongamos que en Massachusetts. Mira dentro de sus zapatos. Tiene los pies mucho más grandes que los tuyos. Como pequeños misiles intercontinentales.
Dentro de las cuevas de esos zapatos se forman ojos que abren los párpados, te miran desde abajo, te observan, te hacen guiños desde las plantillas. Son semiamistosos, enigmáticos, les resulta gracioso que les pases revista como a hombrecitos que sonríen desde las escotillas abiertas de una flota de submarinos militares. Apaga la luz y cierra la puerta enseguida, antes de que se pongan a hablar, a bailar o algo así. Escabúllete a la cama otra vez y esconde la cara en su axila.
Por la mañana te prepara el desayuno. Algo con champiñones, huevos y salsa picante.
Usa su cepillo de dientes. El rojo. Mira en el espejo una cara que parece demasiado hinchada para ser la tuya. Imagínate que por error te cepillas con el de ella. Imagínate que una esposa y una amante comparten un mismo cepillo de dientes para siempre jamás, sin saberlo. Mira en el botiquín:
Midol
Hilo dental
Tilenol
Mertiolato
Paquete de ocho limas de esmeril
Maquinillas de afeitar y recambios
Dos tubos de pasta de dientes apretados por el medio: Crest y Sensodine
Tiritas
Crema para las manos
Alcohol para friegas
Tres jaboncitos de Cashmere Bouquet robados de un hotel
En la calle, en todas partes, te parece ver a la sosa ladrona de jabón de hotel. Todas las mujeres son ella. Hueles Cashmere Bouquet por todas partes. Esa es ella. Una que está esperando cerca de ti el autobús directo al centro: sí, ella. Una mujer que está detrás de ti en la cola de una tienda de comida preparada, cerca de Marine Midland, que tiene las manos suaves de crema y pinta de esquiar: por Dios, y tanto que es ella. Ten ataques de sudor frío. Observa fijamente, con curiosidad clínica y terror desbocado, todas las narices con aletas abiertas. Escruta los pies. Mira de reojo los zapatos. Después aparta la vista, como una mujer, como otra mujer, que está perdiendo el juicio.
Sola, a la hora del almuerzo o después del trabajo, sigue mirando fijamente la nariz y los zapatos de todas las personas de sexo femenino de doce años para arriba. Siente que te tiembla la cara y sal corriendo dos veces del Bergdof’s —un acto irracional— porque estás segura de que es ella la que está en los percheros de faldas rebajadas, eligiendo de nuevo una marrón, con un frasco de Tilenol que le asoma por una esquina del bolso. Siéntate en un muro de granito en la plaza GM y recobra el aliento. Escucha a un viejo que canta Frosty, el muñeco de nieve. Pierde la noción del tiempo.
—Llegas tarde —te susurra Hilda, volviéndose hacia ti—. Carlyle ha venido dos veces preguntando por ti y si ya estaba pasado a máquina el estudio de mercado.
Murmura:
—Mierda.
Solo vas por la T: Tennessee, consumo de Karma-Kola por kilómetro cuadrado-dólar de inversión en el mercado. Cifras de julio de 1980 a octubre de 1981.
Texas – Año fiscal 1980
Texas – Año fiscal 1981
Utah
Es como pasar a máquina una guía de teléfonos. Que te asomen lágrimas en los ojos.
CLIENTES QUE VER
- Enamorada (¿?). Descontrolada. ¿Quién es ese? ¿Quién soy yo? ¿Y quién es esa esposa con esquís, nariz con aletas y Tilenol? ¿Tiene orgasmos?
- Regenérate. Se te han caído algunos trozos.
- Todo lo que haces es un acto masoquista. ¿Por qué?
- ¿No te aprecias a ti misma? ¿No mereces algo mejor?
- Necesitas: algo que te lleve al cielo, algo que haga que te vuelvan a gustar las cosas pequeñas, que te siga las curvas de las orejas y te revuelva el pelo y te llame todos los días.
- Una droga.
- Un hombre.
- Una religión.
- Un buen trabajo. Revisar y enviar currículos.
- Acuérdate de lo que le dijo la señora Kloosterman a la clase en segundo: alegraos de tener piernas.
—¿Qué vas a hacer en Navidad? —pregunta, tendido boca arriba en tu sofá.
—No lo sé. Iré a Nueva Jersey a ver a mis padres, supongo.
Una pausa.
—¿Quieres venir a conocerlos?
Una sonrisa amable, paternal, indulgente.
—Charlene —ronronea, incorporándose para darte una palmadita en la mano, en tu mano pequeña, estúpida y ridícula.
Te regala un par de zapatillas de piel. Eran lo que querías.
Tú le regalas un libro de coches.
—Mamá, abre primero el rojo. El otro va con este.
—Un molinillo de café, vaya, gracias, cariño.
Te da un beso húmedo en la mejilla con un velo navideño en los ojos. Cree que eres maravillosa. Es, sin duda, tu mayor admiradora. Está envejecida y menopáusica. Se empeña en creer que eres directora adjunta de departamento en Karma-Kola. Desea ser tú con muchas ganas, con mucha insistencia.
—Y este paquete es de un café exótico de Colombia, y este es un descafeinado con sabor a chocolate.
Tu padre se revuelve inquieto en el rincón, mirando su reloj, preocupado porque tu madre debería echar un vistazo al asado.
—Café descafeinado en grano —dice—. ¿Es para mí?
—Sí, papá —responde—. Para ti.
—¿Quién es? —pregunta tu madre más tarde en la cocina, cuando ya has fregado los platos.
—Un analista de sistemas.
—¿Y a qué se dedican esos?
—Bueno…, se casan mucho. Siempre suelen estar casados.
—Charlene, ¿tienes una aventura con un hombre casado?
—¿Lo tienes que decir así, mamá?
—Te estás buscando un lío —dice despacio, y sigue sacando brillo a la plata con una energía vehemente.
Pregúntate por qué siempre saca brillo a la plata después de las comidas.
Apóyate en la nevera y juguetea con los imanes. Di suavemente, con cuidado:
—Ya lo sé, mamá, tú no harías una cosa así.
Alza los ojos para mirarte y le tiembla la boca; mechones de pelo castaño grisáceo le cuelgan por delante de los ojos salados, tiene restos secos de crema rosa para limpiar la plata en las manos, en la alianza. Se detiene, deja una cuchara, aparta la vista y te vuelve a mirar con desesperanza, como una muchacha muy joven, sacude la cabeza y rompe a llorar.
—Te he echado de menos —asegura, casi gritando, bullicioso y adolescente, mientras pasea por el cuarto de estar con una especie de expectación, como un niño que ya debería haberse ido a la cama y quiere preguntarte algo—. ¿Qué has hecho en tu casa?
Te frota el cuello.
—Bah, lo normal de las Navidades con mis padres. En Nochevieja fui a una discoteca de Morristown con mi prima Denise, pero elegí mal la ropa. Me puse el jersey de cuello cisne y la falda de tablas que me había regalado mi madre porque le quería dar ese gusto, y no paraba de enseñar las bragas.
Él sonríe y te besa en la mejilla, pues eso le parece encantador.
Sigue:
—Había tres tipos, los tres con camisa morada y sombreritos de papel, que no hacían más que sacarme a bailar. No creo que estuvieran juntos ni que fueran hermanos ni nada de eso. Pero bailé, y cuando tocaron New York City Girl, esa canción que habla de lo quemadas que están las mujeres de ciudad y de lo competentes que son, me puse a bailar como una loca y se me cayeron las bragas al suelo. Intenté subírmelas, pero al final tuve que quitármelas y metérmelas en el bolso. Cuando dieron las doce, me eché a llorar.
—Estoy seguro de que lo pasaste muy mal —te dice, pasándote las manos por la parte baja de la espalda.
—Sí, sin duda —replica.
—Estoy pensando en contarle a Patricia lo nuestro.
Muéstrate escéptica. Pregunta:
—¿Qué le dirás?
Él prosigue, seguro:
—Le diré: «Cariño, tengo que contarte algo».
—Y ella te mirará levantando la vista del maletín lleno de documentos y murmurará: «¿Hummmmmm?».
—Y yo diré: «Cariño, creo que me estoy enamorando de otra mujer, y sé que estoy teniendo relaciones sexuales con ella».
—Y ella responderá: «Ay, Dios mío, ¿qué has dicho?».
—Y yo aclararé: «Relaciones sexuales».
—Y se echará a llorar desconsolada, y ¿qué harás tú entonces?
Se produce un silencio, estático como la luna. Cambia de postura las piernas, parece confundido.
—Le… diré que estaba de broma.
Te aprieta la mano.
Aféitate las piernas en el lavabo. Filosofa: eres una amante, formas parte de una gran tradición histérica, digo histórica. Las esposas son como las cucarachas. También forman parte de una gran tradición histórica. Te sobrevivirán después de un ataque nuclear (son duras y resistentes y se desplazan en manadas), pero ahora mismo no lo están pasando nada bien. Y cuando miras en el espejo del baño las ves escabullirse por detrás de ti, por arriba, donde no las alcanzas.
Una hora de cócteles de ginebra con lima después del trabajo, una ojeada rápida por Barnes and Noble, y él mira el reloj, te da un besito y dice:
—Buenas noches. Te llamaré pronto.
Sal con él. Quédate allí de pie, tiritando, pero no hagas pucheros. Di:
—Habría sonado mejor «te llamaré luego» que «te llamaré pronto». «Pronto» significa siempre lo contrario.
Te sonríe débilmente.
—Te llamaré dentro de pocos días.
Y cuando se haya marchado, subiendo deprisa por la Tercera Avenida, mírate los pies, da una patada a una colilla y di con tu mejor murmullo juvenil:
—Que te jodan, tío.
Algunas noches dice que intentará ir, pero que no te lo garantiza. Esas noches, solo por si acaso, pásate dos horas duchándote, vistiéndote, maquillándote hasta dejarte irreconocible, como un hombre que se viste de mujer, y después, como es tarde y tienes que trabajar al día siguiente, métete en la cama tal cual, perfumada y con un albornoz embarazoso, largo, ondulante, con lacitos, que más que una bata es un «salto de cama». Con la vela esmaltada que se consume junto a la cama, quédate dormida a ratos, dispuesta con meticuloso cuidado sobre las colchas, la lámpara de la ventana encendida en el cuarto de estar, la puerta cerrada sin llave por si llega y, con las prisas de la pasión, aquella se le olvida. A seis manzanas de la calle Catorce: te juegas la vida por él, tendida sobre la cama como una tarta ridícula, lo esperas con la puerta cerrada sin llave, te parece oírlo por la escalera, pero no. Deberías llevar un ramillete, piensas para tus adentros. Deberías llevar una maldita orquídea prendida de la pechera del salto de cama largo y ondulante, así estarías tan absurda como debes. Piensa: ¿Qué me ha pasado? ¿Por qué estoy tumbada de esta manera sobre la colcha con tanto Jontue, tanto rímel y tantas joyas, sin darle importancia, haciendo como si me acostara siempre así, cuando un pervertido con seis cuchillos de trinchar nuevos va a colarse por mi puerta sin cerrar? Recuerda: en el instituto de secundaria de Blakely Falls, Willis Holmes habría hecho cualquier cosa por estar contigo. No tienes por qué aguantar esto: quedaste segunda finalista en el concurso de belleza del baile de tercero.
Se oye pasar un camión.
Unos chicos sordomudos, que seguramente habrán salido de un baile del colegio próximo, se encuentran bajo tu ventana, soltando chillidos y aullidos, haciendo ruidos peregrinos. Supones que se están riendo y divirtiendo, pero ellos no se escuchan y, de noche, los ruidos son temibles, bestiales.
Tu radio despertador marca la 1.45.
Pregúntate si te estás volviendo vieja, desesperada. Créete que te has convertido de verdad en otra mujer:
en tu tía solterona Phyllis;
en una camarera hipocondríaca de un bar de copas;
en un travesti esplendoroso que se ha perdido y ha subido desde el Village.
Cuando pasan siete días seguidos sin tener noticias de él, envíales postalitas ingeniosas a todos tus amigos de la universidad. El octavo día, cuando te llama por fin a la oficina murmurando cosas lascivas en alemán, sigue lacónica. Di: «Ja… nein… ja».
En el almuerzo, mira tu crema de coliflor con la boca fruncida y pregúntale qué demonios hacen su mujer y él cuando están juntos. Muéstrate irritada. Él se encoge de hombros y dice:
—Quitar el polvo, comer, reñir por la cortina de la ducha. ¿Por qué lo preguntas?
Responde:
—No lo sé. Qué pregunta tan escandalosa, ¿eh?
Te echa una mirada comprensiva que podría resucitar a un gato muerto.
—Estás molesta porque no te he llamado.
Extiende la mano sobre la mesa para tocarte los dedos. Retírala. Di:
—No te lo creas tanto.
Aparta ligeramente la vista. Cúbrete los ojos con la mano como si tuvieras dolor de cabeza. Di:
—Dios, lo siento.
—No importa —añade él.
Y tú piensas: Aquí hay algo que retrocede. Que va para atrás. Un error. Como los errores de «Las ocho diferencias» en las revistas para niños que hay en las consultas de los dentistas. Dolores de muelas. Dolores de estómago. Dios, la crema. Pide disculpas y corre al tocador de señoras. Cierra la cabina dando un portazo. Apoya la espalda en la puerta. Observa el agujero del retrete.
Hilda está preocupada por ti y piensa que con un primo suyo de Brooklyn puede arreglar tu situación. Pregúntale con voz cansada:
—¿Cómo se llama?
Te mira arrugando el entrecejo.
—Mark. Es banquero. ¿Y qué actitud es esa, coño?
Mark te invita a una cerveza en un café griego que está cerca del cine.
—Así que eres secretaria.
Muéstrate violenta y haz una broma: «Sedentaria, más bien», y míralo con sorpresa y horror cuando suelte una carcajada y un resoplido excesivos.
Di:
—La verdad es que debería haber sido bailarina. Todo el mundo me lo ha dicho siempre.
Mark sonríe. Le gusta imaginarte como bailarina.
Míralo con frialdad. Añade:
—No, nadie me lo ha dicho nunca. Me lo acabo de inventar.
Pasa toda la película olvidándote de leer los subtítulos, pensando en cambio si deberías acostarte con Mark el banquero. Échale miradas de reojo. A oscuras, su perfil parece importante y misterioso. O algo así. Te pilla mirándolo, se vuelve y te guiña un ojo. Dios santo. Parece como si estuviera invirtiendo algo en todo esto. Esos banqueros… Suspira. Mira al frente. Llega a la conclusión de que no tienes energía, interés.
—He salido con otro.
—¿Cómo?
—Con un banquero. Fuimos a ver una película de Godard.
—Vaya… Bueno.
—¿Bueno?
—Quiero decir que es bueno para ti, Charlene. Debes hacer cosas así de cuando en cuando.
—Sí. Es muy rico.
—¿Lo pasaste bien?
—No.
—¿Te acostaste con él?
—No.
Te besa en la oreja casi con agradecimiento. Revuélvete. Ten una contracción nerviosa. Miente. Di:
—Digo, sí.
Él asiente con la cabeza. Aparta la vista. No dice nada.
Recorta un calendario viejo haciendo una tira por semana. Colócalas en el suelo de tu cocina, como una especie de gráfico de barras sobre el linóleo, representando el número de semanas que has sido una amante: trece. Señala con una equis todas las fiestas nacionales.
Sal a darte un paseo por el frío. Tres niñas que matan el rato en el rellano de la entrada se ríen y gritan a los desconocidos que pasan por la calle. «¡Eh! ¡Eh, señor!». Rodéalas. Piensa: No han tenido nunca un orgasmo.
Una mujer rubia con pinzas en el pelo pasa a tu lado en calcetines, con los zapatos en la mano.
Hay cosas que tienes que decirle.
CLIENTES QUE VER
- Esta relación es humillante.
- Va en contra de la decencia. ¿No soy más que una vulgar ramera, una zorra vulgar?
- Ni el más mínimo apoyo emocional.
- ¿Por qué no me dices nunca «te quiero», o «quédate en mis brazos para siempre, renacuajo mío», o «tus ojos me hacen arder, cachito mío»?
Cuando te vuelve a llamar por teléfono, te dice:
—Estaba soñando contigo y me he despertado de pronto con una sensación inquieta y pesada.
Di:
—Sí, a mí no me gusta nada despertarme con un pesado al lado.
Se ríe con una risa suave, hermosa y de tenor que hace que sientas un calorcillo en los huesos. Y entonces te das cuenta; puede que todo se reduzca a esto: la gente es capaz de hacer lo que sea, lo que sea, a cambio de una risa verdaderamente agradable.
No pierdas la decisión. Busca tu lista a tientas. Suelta las cosas de la manera más convincente que puedas.
Di:
—Sufro humillaciones en tus manos. Y suplicios en tus pies. No sé por qué hago bromas. Me duele.
—Por eso es.
—¿Qué?
—Por eso es.
—Pero a ti no te importa, en realidad.
Haz una mueca. Resulta penoso.
—Pero sí que me importa.
Por algún motivo, eso te deja sin habla.
Sigue diciendo:
—Ya conoces mi situación…, o puede que no. —Pausa—. ¿Qué puedo hacer, Charlene? ¿Quieres que haga el pino, maldita sea?
Susurra:
—Por favor. Haz el pino, maldita sea.
—Son las diez —señala—. Voy para allá. Tenemos que hablar.
Lo que tiene que decirte es que Patricia no es su mujer. Está separado de su mujer, se llama Carrie Porta. Te acuerdas de un chiste que oíste una vez: ¿cómo se apellida una mujer que se casa con un hombre que no tiene brazos ni piernas? Porta. Patricia es la mujer con la que vive.
—¿Quieres decir que no soy más que otra de la jodienda?
Te mira, perplejo.
—Charlene, lo que siempre he admirado de ti, desde que te conocí, es tu fuerza, tu independencia.
Di:
—Esa frasecita es más vieja que andar a pie.
Dile que no fume en tu apartamento. Dile que se vaya.
Al principio protesta. Pero despacio, despacio, se va, subiéndose el cuello de su gabardina cara de color beis, como un Robert Culp viejo y macilento.
Da un portazo a lo Bette Davis.
El amor se te escurre, se lleva consigo una buena parte del azúcar de tu sangre y del agua de tu peso. Eres como una casa que va perdiendo poco a poco la electricidad; los ventiladores se van parando, las luces se amortiguan y parpadean, los relojes se paran, andan y se paran.
En Karma-Kola los días pasan cojos y desnortados, se derrumban unos sobre otros con el tedio cómico de los payasos viejos, no van a ninguna parte.
En abril te suben el sueldo. Celébralo invitando a Hilda a almorzar en el Plaza.
Escribe pidiendo solicitudes de matrícula para hacer cursos de posgrado.
Envíale a Mark el banquero una tarjeta de felicitación por su cumpleaños.
Da largos paseos de noche, en el frío. La rubia con pinzas en el pelo sigue correteando a tu lado eternamente, todavía con los zapatos en la mano. Se ha cortado el pelo.
Él te llama a la oficina de vez en cuando para preguntarte cómo estás. Tú dibujas números y garabatos en las esquinas de las fichas Rolodex. Juguetea con tu llave de Phi Beta Kappa. Mira por la ventana. Siempre, siempre, di:
—Bien.
FIN