¿Qué libro estás leyendo? (por Gabriel García Marquez) Posted in: Artículos, Hay que leer
Hay una pregunta muy frecuente entre escritores: ¿qué estás leyendo? Primero, porque es raro que un escritor le pregunte a otro qué está escribiendo, y segundo, porque se supone que el escritor, por una necesidad propia del oficio, debe estar siempre leyendo algún libro que merece ser recomendado. La respuesta es casi siempre evasiva, porque a partir de una cierta edad uno no sabe muy bien qué libro está leyendo a ciencia cierta, ofuscado un poco por la sensación desoladora de que todo lo que valía la pena ya fue leído en otro tiempo, y las horas que antes se dedicaban a la lectura se nos van ahora en picotear por aquí y por allá, con la esperanza de encontrarse por fin con una nueva e intempestiva revelación.
Se ha dicho mucho —y se ha dicho bien— que el hábito de la lectura se adquiere muy joven o no se adquiere nunca. También se dice, quién sabe con cuánta razón, que es necesario inculcárselo a los niños. Parece más probable que se adquiera por contagio: en general, los hijos de buenos lectores suelen serlo también. De modo que el hábito de leer suele ser de la familia entera. Algo semejante ocurre con el gusto por la música. Sólo que en ambos casos la presión de los adultos puede tener efectos contrarios: la aversión a la lectura y a la música. Alguna vez le oí decir a un gran profesor de música que a los niños no se les debía forzar a aprender el piano con aquellas prácticas cotidianas que de veras parecían sesiones de tortura. Su fórmula era más humana: hay que tener el piano en la casa para que los niños jueguen con él.
Parece que los poetas son los lectores más ávidos y perseverantes. De los novelistas, en cambio, se dice que sólo leen para saber cómo están escritas las novelas de los otros escritores, y descubrir en ellas hasta los tornillos más ocultos del oficio. Algo así como desmontar todas las piezas de un reloj para descubrir cómo está hecho y armarlo de nuevo, de manera que los otros no tengan secretos artesanales que uno no esté en condiciones de aprovechar. Sin embargo, tanto los poetas como los novelistas, como quizá todos los lectores habituales, se encuentran de pronto en una esquina de la vida en que ya no hallan nada nuevo que leer, y optan por lo más frecuente, que es leer de nuevo sus libros favoritos de siempre, rendidos ante la evidencia de que ya no se escriben libros como los de antes. Es entonces cuando surge la pregunta desoladora: ¿qué estás leyendo? Y no es raro que le contesten: nada.
En primer término, como todos los hábitos, también el de la lectura se extingue. Pero tal vez no sea por cansancio ni porque llegue a su término el interés por la literatura. La razón podría ser más simple. En los primeros años, cuando acabamos de contraer el sarampión de la lectura, uno tiene a su disposición para leer, en el orden que quiera y a la hora que pueda, una cantidad incalculable de libros escritos en 10 000 años. Puede empezarse por casualidad: un ejemplar descuadernado de Las mil y una noches que se descubre por puro azar, entre muchos trastos viejos y papeles de archivo, dentro de un baúl olvidado. Pero si hubiera que empezar en orden —después de los cuentos infantiles y la media tonelada de historietas gráficas—, el libro más aconsejable sería la Biblia. En nuestros tiempos jóvenes había el inconveniente grave de la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Varela, cuyo lenguaje era el mismo del viejo Padrenuestro, y la partición incansable en versículos numerados que más bien parecían versos mal medidos y peor rimados.
Más tarde, cuando uno lee la inolvidable trilogía de Thomas Mann —El joven José, José y sus hermanos y José en Egipto—, uno se pregunta por qué toda la Biblia no está escrita así, como un relato intenso de doscientos tomos, cuya lectura podría durar toda la vida. Otro obstáculo serio era que nuestros muy católicos abuelos nos inculcaban el pavor metafísico de la que ellos llamaban la Biblia protestante —que es la que se encuentra en la mesa de noche de casi todos los hoteles del mundo, con la intención inequívoca de que el huésped se la robe—, y trataban de meternos a la fuerza por el mal camino de la Biblia católica comentada, en la cual las cosas no debían decir lo que en realidad querían decir, sino otra muy diferente, ordenada por el comentarista marginal, cuyas notas eran más largas que el texto mismo. Era así como el hermoso y cachondo Cantar de los cantares no debía leerse como lo que es, sino como una metáfora lunática del matrimonio de Cristo con la Iglesia. Dentro de ese orden pueril, uno se preguntaba qué diablos quería decir entonces aquel verso apasionado: «Hay miel y leche debajo de tu lengua, hermana».
Sólo para leer los libros indispensables se le iría a uno la mitad de la vida. Pero la otra mitad se le iría en preguntar lo mismo: ¿qué estás leyendo?, y la única respuesta de alguien que ha sido un buen lector tal vez sea siempre la misma: ya no leo, releo. El poeta Álvaro Mutis hace cada cierto tiempo lo que él llama «los festivales Proust», que consisten en una relectura de páginas selectas del gran novelista francés, y hace unos tres años se volvió a despachar, casi sin un respiro, las novelas completas de Balzac. Más vale no hacerle nunca la pregunta consabida, porque se corre el riesgo de ser mandado a releer todo Conrad. En cambio, al viejo maestro catalán don Ramón Vinyes le preguntaba uno qué debía leer, y la respuesta estaba casi siempre condicionada por el estado de su humor, pero cuando éste era el mejor, contestaba sin vacilar: «Lo más seguro en estos tiempos es no leer nada».
El gran peligro de la relectura es la desilusión. Autores que nos deslumbraron en su momento podrían —y casi siempre pueden— resultar insoportables. Es algo como lo que sucede con la novia de colegio, siempre que uno no haya tenido la precaución de casarse con ella y envejecer con ella, intercambiando arrugas y virtudes. Como lector, en mi caso, hay pasiones juveniles que han sobrevivido a todo, y las tres más importantes son Herman Melville, Robert Louis Stevenson y Alejandro Dumas. En cambio el maestro William Faulkner, sin cuyas lecciones escritas tal vez no hubiera aprendido los mejores recursos del oficio, no me parece fácil de leer en estos tiempos. En cierto modo, lo había previsto. Hacia 1949 le solté a don Ramón Vinyes mi temor de que Faulkner no fuera sino un retórico que años después resultara insoportable, y el viejo sabio contestó con una frase que hoy me parece mucho más enigmática que entonces: «No te preocupes, que si Faulkner estuviera aquí, estaría sentado en esta mesa».
Hay, sin duda, un factor contra el hábito de la lectura, y es que los últimos libreros bien orientados y buenos orientadores se murieron hace tiempo, y las librerías son cada vez menos lugares de tertulias vespertinas. Uno tenía su librero personal, como tenía su médico de familia y su cepillo de dientes. Ese librero profesional, que atendía en persona su negocio como el dentista atendía su gabinete, sabía con sólo leer los catálogos qué libros le interesaban a cada uno de sus clientes, y muy pocas veces se equivocaba. De modo que uno llegaba a la tertulia de las seis y encontraba ya reservado un paquete de novedades que alcanzaban para un mes de trasnochos placenteros. Hoy, las librerías son grandes y vistosos mercados de libros de actualidad, fabricados a propósito para vender de un solo golpe y leerlos para pasar el tiempo y tirarlos después en el cajón de la basura. Hasta el placer de la relectura es difícil, porque uno va a la librería a comprar un libro que se conoció hace dos años, y nadie le da razón de él. Así es: si hay un lugar donde se aprecia cuánto ha cambiado el mundo no es en una base de lanzamiento de satélites espaciales, sino en la librería de la esquina. Si es que todavía existe. Con razón, un excelente escritor contemporáneo y activo, a quien le preguntaron por teléfono, la semana pasada, qué libro estaba leyendo, contestó sin pensarlo dos veces: «Ya no leo sino la revista Time».