“Joseph Anton”: La historia de un escritor condenado a muerte Posted in: Escritores
Más adelante, cuando el mundo estallaba en torno a él y los mortíferos mirlos se apiñaban en el trepador del patio del colegio, se enfadó consigo mismo por haber olvidado el nombre de la periodista de la BBC que le anunció que su antigua vida había terminado y una existencia nueva, más tenebrosa, estaba a punto de empezar. Lo telefoneó a casa por su línea privada sin explicarle cómo había conseguido el número. «¿Qué siente uno —preguntó la periodista— al saber que el ayatolá Jomeini lo ha condenado a muerte?». Era un martes soleado en Londres, pero esa pregunta extinguió la luz. Esto fue lo que él dijo, sin saber en realidad qué decía: «Uno no se siente bien». Esto fue lo que pensó: Soy hombre muerto. Se preguntó cuántos días de vida le quedaban y concluyó que la respuesta era probablemente un número de una sola cifra. Colgó el auricular y corrió escalera abajo desde su cuarto de trabajo en la estrecha casa adosada de Islington donde vivía. Las ventanas del salón tenían postigos y, absurdamente, los cerró y atrancó. Luego echó el cerrojo a la puerta de entrada.
Era el día de San Valentín, pero desde hacía un tiempo no se llevaba bien con su mujer, la novelista estadounidense Marianne Wiggins. Seis días antes ella le había dicho que no era feliz en su matrimonio, que «ya no se sentía a gusto con él», pese a que llevaban casados poco más de un año, y también él sabía ya que aquello había sido un error. En ese momento ella lo miraba con extrañeza mientras él, nervioso, iba de un lado a otro de la casa, corriendo cortinas, comprobando los pestillos de las ventanas, galvanizado todo él a causa de la noticia como si circulara por su cuerpo una corriente eléctrica, y tuvo que explicarle qué ocurría. Ella reaccionó bien: empezó a plantear qué debían hacer a continuación. Empleó la primera persona del plural. Eso fue una demostración de valor.
Llegó un coche a la casa, enviado por la CBS. Tenía una cita en los estudios de la cadena norteamericana en Bowater House, Knightsbridge, para una aparición en directo, vía satélite, en su programa de entrevistas matutino. «Debo ir —dijo él—. Es en directo. No puedo dejar de presentarme sin más». Un rato después, esa misma mañana, tenía lugar el oficio conmemorativo por su amigo Bruce Chatwin en la iglesia ortodoxa de Moscow Road, en Bayswater. Menos de dos años antes él había celebrado su cuadragésimo cumpleaños en Homer End, la casa de Bruce en Oxfordshire. Ahora Bruce había muerto de sida, y la muerte llamaba también a su puerta. «¿Y el oficio?», preguntó su mujer. Él no tenía una respuesta para ella. Abrió la puerta de la calle, salió, subió al coche y se lo llevaron, y si bien él aún no lo sabía —razón por la cual no atribuyó un significado especial al momento de abandonar su hogar—, no regresaría a esa casa, donde vivía desde hacía un lustro, hasta pasados tres años, y para entonces ya no era suya.
En Bodega Bay, California, los niños cantan en el aula una canción sin sentido. «She combed her hair but once a year, ristle-te, rostle-te, mo, mo, mo». Fuera del colegio sopla un viento frío. Un solo mirlo desciende del cielo y se posa en el trepador del patio. La canción de los niños es un rondel. Tiene principio pero no fin. Da vueltas y vueltas. «With every stroke she shed a tear, ristle-te, rostle-te, hey bombosity, knickety-knackety, retroquo-quality, willoby-wallaby, mo, mo, mo». Hay cuatro mirlos en el trepador, y llega un quinto. Dentro del colegio los niños cantan. Ahora hay centenares de mirlos en el trepador y millares inundan el cielo, como una plaga de Egipto. Ha empezado una canción para la que no hay final.
Cuando el primer mirlo baja a posarse en el trepador, parece individual, particular, específico. No es necesario inferir de su presencia una teoría general, un orden de cosas más amplio. Más tarde, cuando se ha desatado ya la plaga, para la gente es fácil ver ese primer mirlo como un augurio. Pero cuando llega al trepador, no es más que un pájaro.
En los años posteriores él soñará con esta escena, comprendiendo que su propia historia es una especie de prólogo: el relato del momento en que se posa el primer mirlo. Al principio, trata sólo de él; es individual, particular, específico. Nadie tiende a extraer conclusiones de ello. Transcurrirán una docena de años y más antes de que la historia crezca hasta colmar el cielo, como el arcángel Gabriel de pie en el horizonte, como un par de aviones en pleno vuelo incrustándose en altos edificios, como la plaga de pájaros asesinos de la gran película de Alfred Hitchcock.
Ese día, en las oficinas de la CBS, él era la gran noticia de cabecera. En la sala de redacción y en varios monitores, la gente empleaba ya la palabra que pronto sería su cruz. La usaban como si fuera sinónimo de «pena de muerte», y él deseó precisar, pedantemente, que no era ése su significado. Pero a partir de entonces significaría eso para casi todo el mundo. Y también para él.
fetua.
«Comunico al orgulloso pueblo musulmán del mundo que el autor del libro Los versos satánicos —libro contra el islam, el Profeta y el Corán— y todos los que hayan participado en su publicación conociendo su contenido están condenados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten allí donde los encuentren». Alguien le entregó una copia del texto mientras lo acompañaban al estudio para la entrevista. Una vez más su antiguo yo deseó plantear un reparo, ahora con relación a la palabra «condenados». Aquello no era una condena decidida por un tribunal que él reconociese como tal, ni con jurisdicción sobre él. Era el edicto de un viejo cruel, moribundo. Pero también sabía que los hábitos de su antiguo yo ya no servían de nada. Ahora tenía un nuevo yo. Era la persona en el ojo del huracán: no el Salman que sus amigos conocían, sino el Rushdie autor de Los versos satánicos, el título sutilmente distorsionado mediante la omisión del artículo Los inicial. Los versos satánicos era una novela. Versos satánicos eran unos versos que eran satánicos, y él era su satánico autor, «Satán Rushdy», la criatura cornuda que mostraban las pancartas enarboladas por los manifestantes en las calles de una ciudad lejana, el ahorcado con la lengua roja colgante en las burdas caricaturas que exhibían. Ahorcad a Satán Rushdy. ¡Qué fácil era borrar el pasado de un hombre y construir una versión nueva de él, una versión aplastante, contra la que parecía imposible luchar!
El rey Carlos I negó la legitimidad de la sentencia dictada contra él. Eso no impidió a Oliver Cromwell exigir su decapitación.
Él no era rey. Él era el autor de un libro.
Miró a los periodistas que lo miraban a él y se preguntó si era así como miraba la gente a los hombres llevados a la horca o la silla eléctrica o la guillotina. Un corresponsal extranjero se acercó en actitud cordial. Él preguntó a ese hombre cuál era su opinión sobre las palabras de Jomeini. ¿Debía tomárselo en serio? ¿Era pura retórica, o entrañaba verdadero peligro?
«Ah, no se preocupe demasiado —dijo el periodista—. Jomeini condena a muerte al presidente de Estados Unidos todos los viernes por la tarde».
Ya en el aire, cuando le preguntaron cuál era su reacción a la amenaza, contestó: «Lamento no haber escrito un libro más crítico». Se enorgulleció, entonces y ya para siempre, de haber dicho eso. Era la verdad. No tenía la impresión de que su libro fuera particularmente crítico con el islam, pero, como declaró esa misma mañana a la televisión norteamericana, a una religión cuyos líderes se comportaban así quizá no le venía mal alguna que otra crítica.
Cuando terminó la entrevista, le dijeron que había llamado su mujer. Telefoneó a su casa. «No vuelvas aquí —aconsejó ella—. En la calle hay doscientos periodistas esperándote».
«Iré a la agencia —respondió él—. Llena una maleta y reúnete conmigo allí».
Su agencia literaria, Wylie, Aitken & Stone, tenía su sede en una casa blanca estucada de Fernshaw Road, en Chelsea. No había periodistas acampados fuera —por lo visto, la prensa mundial consideraba poco probable que visitara su agencia en un día como aquél—, y cuando entró sonaban todos los teléfonos del edificio y todas las llamadas tenían que ver con él. Gillon Aitken, su agente británico, lo miró con cara de estupefacción. Hablaba por teléfono con Keith Vaz, parlamentario indio-británico electo por Leicester East. Tapó el micrófono del auricular y, en un susurro, preguntó: «¿Quieres hablar con este individuo?».
En esa conversación telefónica, Vaz dijo que lo ocurrido era «bochornoso, absolutamente bochornoso» y le prometió «todo su apoyo». Unas semanas más tarde fue uno de los principales oradores en una manifestación contra Los versos satánicos en la que se congregaron más de tres mil musulmanes y describió el acto como «uno de los grandes días en la historia del islam y Gran Bretaña».
Descubrió que era incapaz de pensar en el futuro, que no tenía la menor idea de cómo debía configurarse su vida en adelante ni de cómo hacer planes. Sólo podía concentrarse en lo inmediato, y lo inmediato era el oficio conmemorativo por Bruce Chatwin. «Pero ¿de verdad crees que debes ir?», preguntó Gillon. Él tomó una decisión. Bruce había sido íntimo amigo suyo. «A la mierda —dijo—, iremos».
Llegó Marianne, con una expresión un tanto enloquecida en los ojos, alterada aún por el acoso padecido a manos de los fotógrafos al salir de la casa del número 41 de St. Peter’s Street. Al día siguiente esa expresión aparecería en todos los periódicos del país. Un diario le dio nombre, en letras de cinco centímetros: LA CARA DEL MIEDO. Ella apenas dijo nada. Ni ella ni él. Subieron al coche, un Saab negro, con él sentado al volante, y cruzaron el parque hacia Bayswater. Se sumó al paseo Gillon Aitken, que, con semblante preocupado, encogió su largo y lánguido cuerpo en el asiento trasero.
Su madre y su hermana menor vivían en Karachi. ¿Qué sería de ellas? Su hermana mediana, distanciada de la familia hacía tiempo, vivía en Berkeley, California. ¿Estaría ella a salvo allí? Su hermana mayor, Sameen, su «gemela irlandesa», residía con su familia en un barrio periférico del norte de Londres, Wembley, no lejos del gran estadio. ¿Qué debía hacerse para protegerlos? Su hijo, Zafar, de sólo nueve años y ocho meses, estaba con Clarissa, su madre, en su casa del 60 de Burma Road, a un paso de Green Lanes, cerca de Clissold Park. En ese momento el décimo cumpleaños de Zafar se le antojó lejísimos. «Papá —había preguntado Zafar—, ¿por qué no escribes libros que yo pueda leer?». Eso le recordó un verso de «St. Judy’s Comet», una canción de Paul Simon compuesta a modo de nana para su hijo de corta edad. Porque si no puedo dormir a mi niño con una canción… en fin, tu famoso papá queda como un tonto. «Buena pregunta —había contestado él—. Tú déjame acabar este libro con el que estoy ahora, y escribiré uno para ti. ¿Trato hecho?» «Trato hecho». Así que había terminado el libro y éste se había publicado, y quizá ahora no tendría tiempo de escribir otro. Nunca debe incumplirse una promesa hecha a un niño, pensó, y a continuación, con la cabeza dándole vueltas, agregó la estúpida apostilla: Pero ¿es la muerte del autor una excusa justificada?
Los asesinatos ocupaban su pensamiento.
Cinco años antes había viajado con Bruce Chatwin por el «centro rojo» de Australia, donde tomó nota de una pintada en Alice Springs que rezaba RÍNDETE, HOMBRE BLANCO, TENEMOS RODEADA TU CIUDAD, y subió a duras penas al Ayers Rock mientras Bruce, que estaba orgulloso de haber llegado recientemente hasta el campamento base del Everest, trepaba a toda marcha por delante de él como si ascendiera por la más ligera cuesta, y escuchó a los lugareños hablar del llamado caso del «bebé del dingo», y se alojó en un cuchitril llamado motel Inland. Precisamente en ese motel, un año antes, un camionero de treinta y seis años especializado en largos recorridos, Douglas Crabbe, a quien se le había negado una copa porque ya estaba borracho, empezó a insultar al personal del bar, y cuando lo echaron embistió el bar con su camión, y acabó con la vida de cinco personas.
Crabbe prestaba declaración en un jurado de Alice Springs por esas fechas, y fueron a escucharlo. El camionero vestía indumentaria formal, mantenía la mirada dirigida al suelo y hablaba en voz baja y uniforme. Insistió en que no era propio de él obrar así, y cuando se le preguntó por qué estaba tan convencido de eso, respondió que conducía camiones desde hacía muchos años y «cuidaba de ellos como si fueran sus propios…» (aquí se produjo un breve silencio, y la palabra no pronunciada en ese silencio podría haber sido «hijos»), y destrozar prácticamente un camión era algo del todo ajeno a su manera de ser. Los miembros del jurado se pusieron visiblemente tensos al oírlo, y quedó claro que Crabbe había perdido la causa. «Pero no cabe la menor duda de que dice la verdad, eso desde luego», susurró Bruce.
La mente de un asesino atribuía más valor a los camiones que a los seres humanos. Cinco años más tarde era muy posible que hubiera personas dispuestas a ejecutar a un escritor por sus palabras blasfemas, y la fe, o una peculiar interpretación de la fe, era el camión que apreciaban más que la vida humana. Ésa no era su primera blasfemia, se recordó él. Su ascensión al Ayers Rock con Bruce ahora estaría prohibida. El Rock, devuelto a los aborígenes y llamado ahora de nuevo por su antiguo nombre, Uluru, era territorio sagrado, y a los excursionistas ya no se les permitía subir.
Fue en el vuelo de regreso tras ese viaje a Australia, en 1984, cuando empezó a comprender cómo debía escribir Los versos satánicos.
El oficio, en la catedral ortodoxa griega de Santa Sofía de la archidiócesis de Thyateria y Gran Bretaña, construida y profusamente ornamentada ciento diez años atrás a imagen de las grandes catedrales del antiguo Bizancio, se celebró íntegramente en sonoro y misterioso griego. Los ritos fueron de un recargado bizantinismo. Blablabla Bruce Chatwin, entonaban los sacerdotes, blabla Chatwin blabla. Se ponían en pie, se sentaban, se arrodillaban, volvían a ponerse en pie y luego otra vez a sentarse. El hedor del humo sagrado impregnaba el aire. Recordó que, de niño, en Bombay, su padre lo llevó alguna vez a rezar el día del Eid-ul-Fitr. Allí en el Idgah, el campo de oración, todo era en árabe, en medio de mucho golpe de frente contra el suelo, arriba y abajo, y mucho ponerse de pie con las manos abiertas delante del pecho como un libro, y un continuo murmullo de palabras desconocidas en una lengua que él no hablaba. «Tú haz lo mismo que yo», decía su padre. No eran una familia religiosa y rara vez asistían a esas ceremonias. Nunca aprendió las oraciones ni su significado. Esa manera de rezar de vez en cuando por imitación, ese murmullo aprendido de memoria, era lo único que él sabía. Por consiguiente, aquella ceremonia sin sentido en la iglesia de Moscow Road no le resultó del todo ajena. Marianne y él se sentaron al lado de Martin Amis y su mujer, Antonia Phillips. «Estábamos preocupados por ti», dijo Martin, abrazándolo. «Yo también estoy preocupado por mí», contestó él. Bla Chatwin bla Bruce bla. El novelista Paul Theroux se hallaba sentado en el banco de detrás. «Supongo que la semana que viene estaremos aquí por ti, Salman», dijo.
Cuando llegaron había afuera, en la acera, un par de fotógrafos. Los escritores no suelen atraer a muchos paparazzi. No obstante, conforme avanzó el oficio, empezaron a entrar periodistas en la iglesia. Una religión incomprensible acogía una noticia generada por el ataque incomprensiblemente violento de otra religión. Uno de los peores aspectos de lo ocurrido, escribió más tarde, fue que lo incomprensible se volvió comprensible, lo inimaginable se volvió imaginable.
El oficio concluyó y los periodistas se abrieron camino hacia él a empujones. Gillon, Marianne y Martin intentaron obstaculizarles el paso. Un individuo persistentemente gris (traje gris, pelo gris, cara gris, voz gris) atravesó el gentío, blandió un dictáfono ante él y le formuló las preguntas obvias. «Lo siento —contestó él—. He venido al oficio conmemorativo por mi amigo. No me parece la ocasión indicada para una entrevista». «No lo entiende —insistió el individuo gris con tono de perplejidad—. Soy del Daily Telegraph. Me han enviado aquí especialmente».
«Gillon, necesito tu ayuda», dijo él.
Gillon se inclinó hacia el periodista desde su descomunal estatura y, recurriendo a su tono más solemne, dijo con firmeza: «Váyase a la mierda».
«No puede hablarme así —respondió el hombre del Telegraph—. Fui a un colegio privado».
Después de eso no hubo ya más humor. Cuando salió a Moscow Road, había allí una caterva de periodistas arremolinándose como zánganos en busca de su reina, fotógrafos encaramados a hombros de otros fotógrafos para formar oteros tambaleantes que despedían destellos. Se quedó allí parado, pestañeando, sin rumbo, y por un momento no supo qué hacer.
En apariencia no había escapatoria. Era imposible llegar hasta el coche, aparcado a unos cien metros calle abajo, sin que los persiguieran las cámaras y los micrófonos y hombres que habían estudiado en los más diversos colegios y habían sido enviados especialmente. Lo rescató su amigo Alan Yentob, de la BBC, el realizador y alto ejecutivo a quien había conocido ocho años antes cuando Alan preparaba un documental para el programa Arena sobre un joven escritor que acababa de publicar una novela titulada Hijos de la medianoche, muy bien acogida. Alan tenía un hermano gemelo, pero a menudo la gente le decía: «Es Salman quien parece tu gemelo». Pese a que ninguno de los dos coincidía con esta opinión, la idea persistía. Y puede que aquél no fuera el mejor día para que alguien confundiera a Alan con su no-gemelo.
El coche proporcionado a Alan por la BBC se detuvo ante la iglesia. «Subid», dijo, y en el acto se alejaron del vocerío de los periodistas. Circularon por Notting Hill durante un rato hasta que se dispersó la muchedumbre congregada ante la iglesia y entonces regresaron a donde tenían aparcado el Saab.
Montó en su coche con Marianne, y de pronto, allí solos, el silencio se les antojó un peso opresivo. No encendieron la radio, conscientes de que las noticias rebosarían odio. «¿Adónde vamos?», preguntó él, pese a que los dos conocían la respuesta. Hacía poco, Marianne había alquilado un pequeño apartamento en un sótano de la esquina sudoriental de Lonsdale Square, en Islington, no lejos de la casa de St. Peter’s Street, en principio con el pretexto de usarla como lugar donde trabajar, pero en realidad debido a la creciente tensión entre ellos. Muy pocas personas conocían la existencia de dicho apartamento. Les proporcionaría espacio y tiempo para evaluar la situación y tomar decisiones. No parecía haber nada que decir.
Marianne era una excelente escritora y una mujer hermosa, pero él había empezado a descubrir en ella cosas que no le gustaban.
Cuando ella se mudó a la casa de él, dejó un mensaje en el contestador de Bill Buford, amigo de él y director de la revista Granta, para anunciarle que había cambiado de número. «Quizá reconozcas el nuevo número —proseguía el mensaje, y después, tras lo que Bill consideró una pausa alarmante, añadía—: Ya lo he pillado». Él le había pedido matrimonio en el estado sumamente emotivo posterior a la muerte de su padre en noviembre de 1987, y las cosas no continuaron yendo bien entre ellos por mucho tiempo. Sus amigos más íntimos —Bill Buford, Gillon Aitken y el colega norteamericano de éste, Andrew Wylie, la escritora y actriz guyanesa Pauline Melville— y su hermana Sameen, que siempre había mantenido con él una relación más estrecha que nadie, habían empezado a admitir que Marianne no les caía bien, que era lo que hacían los amigos cuando la gente estaba a punto de romper, claro está, y por tanto, pensaba él, parte de eso debía desecharse. Pero él mismo la había descubierto en alguna que otra mentira, y eso le había dado que pensar. ¿Qué opinión tenía ella de él? Se irritaba a menudo y tenía la costumbre de mirar al vacío por encima del hombro de él cuando le hablaba, como si le dirigiera la palabra a un fantasma. A él siempre lo había cautivado su inteligencia y su ingenio, y eso seguía presente, así como la atracción física: la ondulada melena de color castaño rojizo, la sonrisa americana de sus labios carnosos. Pero ella se había convertido en un misterio para él, y a veces pensaba que se había casado con una desconocida. Una mujer oculta tras una máscara.
Era media tarde, y ese día sus dificultades personales le parecían intrascendentes. Ese día se manifestaban en las calles de Teherán multitudes enarbolando pancartas en las que se veía su rostro con los ojos arrancados, lo que le confería el aspecto de uno de los cadáveres de Los pájaros, con las cuencas de los ojos picoteadas, sanguinolentas, ennegrecidas. Ahora ése era el tema dominante: la tarjeta del día de San Valentín, sin ninguna gracia, enviada por aquellos hombres barbudos, aquellas mujeres con velo y aquel viejo mortífero que, agonizando en su habitación, realizaba ese último esfuerzo para alcanzar una gloria macabra y criminal. Cuando el imán llegó al poder, asesinó a muchos de quienes lo habían ayudado a alcanzarlo y a todos aquellos que no eran de su agrado. Sindicalistas, feministas, socialistas, comunistas, homosexuales, prostitutas, y también a sus propios lugartenientes. Los versos satánicos incluía un retrato de un imán como él, un imán transformado en un monstruo cuya boca gigantesca devoraba su propia revolución. El verdadero imán había arrastrado a su país a una guerra inútil con el país vecino, y había muerto toda una generación, centenares de miles de jóvenes de su país, antes de que el viejo le pusiera fin. Declaró que aceptar la paz con Irak era como ingerir un veneno, pero lo ingirió. Después de eso los muertos clamaron contra el imán y su revolución pasó a ser impopular. Necesitaba algo para volver a unir a los fieles y recuperar su apoyo, y lo encontró en un libro y su autor. El libro era obra del diablo y el autor era el diablo, y eso le proporcionó el enemigo que necesitaba. Ese autor acurrucado en aquel piso de un sótano de Islington con la esposa de la que ya estaba medio distanciado. Ése era el diablo necesario para el moribundo imán.
Ahora que había acabado la jornada escolar, tenía que ver a Zafar. Telefoneó a Pauline Melville y le pidió que hiciera compañía a Marianne mientras él visitaba a su hijo. Pauline había sido vecina suya en Highbury Hill a principios de los años ochenta, una actriz mestiza de ojos radiantes, exuberante gesticulación y buen corazón que contaba una historia tras otra: de Guyana, donde un Melville antepasado suyo había conocido a Evelyn Waugh y le había servido de guía de aquí para allá, y fue probablemente, pensaba ella, el modelo para el señor Todd, el viejo chiflado que, en Un puñado de polvo, capturó a Tony Last en la selva amazónica y lo obligó a leerle la obra de Dickens a perpetuidad; o de cuando rescató a su marido, Angus, de la Legión Extranjera plantándose ante las puertas del fuerte y vociferando hasta que lo dejaron salir; o anécdotas en torno a su papel como mamá de Adrian Edmonson en la exitosa telecomedia Los jóvenes. Había sido humorista y creado un personaje masculino que «acabó siendo tan peligroso y aterrador que tuve que dejar de interpretarlo», según contaba ella misma. Escribió algunas de sus historias sobre Guyana y me las enseñó. Eran muy, muy buenas, y cuando aparecieron publicadas en su primer libro, Shape-Shifter, recibieron elogios generalizados. Era inquebrantable, perspicaz y leal, y me inspiraba plena confianza. Vino de inmediato sin rechistar pese a que era su cumpleaños, y pese a las reservas que albergaba respecto a Marianne. Para él fue un alivio dejar a Marianne en el sótano de Lonsdale Square e ir solo en el coche a Burma Road. El hermoso día soleado, cuyo extraordinario resplandor invernal había sido como una increpación a la fea noticia, había terminado. En febrero Londres era una ciudad oscura a la hora en que los niños volvían a casa. Cuando llegó a donde vivían Clarissa y Zafar, la policía ya estaba allí. «Aquí está —dijo el agente—. Nos preguntábamos adónde había ido».
«¿Qué pasa, papá?». Su hijo tenía una expresión que nunca debería asomar a la cara de un niño de nueve años. «Ya le he dicho —explicó Clarissa, muy alegre— que cuidarán perfectamente de ti hasta que las cosas se calmen, y todo acabará bien». A continuación lo abrazó como no lo abrazaba desde hacía cinco años, cuando terminó su matrimonio. Era la primera mujer a quien él había querido. La conoció el 26 de diciembre de 1969, cinco días antes del final de la década de los sesenta, cuando él contaba veintidós años y ella veintiuno. Clarissa Mary Luard. Tenía las piernas largas y los ojos verdes, y aquel día llevaba un abrigo de piel de borrego y una cinta en torno al pelo rojizo ensortijado, a lo hippy, e irradiaba un resplandor que alegraba todos los corazones. Ciertos amigos suyos del mundo de la música pop la llamaban «Happily» (aunque ese apodo, también felizmente, feneció junto con la agonizante década que lo había generado), y su madre bebía más de la cuenta, y su padre, que volvió traumatizado de la guerra tras combatir pilotando un Pathfinder, se tiró de lo alto de un edificio cuando ella contaba quince años. Clarissa tenía un beagle llamado Bauble que se orinaba en su cama.
Una gran parte de ella quedaba oculta bajo la alegría; no le gustaba que los demás viesen las sombras en su interior, y cuando la asaltaba la melancolía se encerraba en su habitación. Tal vez sentía entonces la tristeza de su padre dentro de ella y temía que, como a él, esa tristeza la arrojara desde lo alto de un edificio, y por eso se recluía hasta que se le pasaba. Llevaba el nombre de la heroína trágica de Samuel Richardson y había estudiado, por un tiempo, en el instituto tecnológico de Harlow. Clarissa de Harlow, curiosa resonancia de Clarissa Harlowe, otro suicidio en su ámbito, este ficticio; otra resonancia que temer y encubrir con su deslumbrante sonrisa. Su madre, Lavinia Luard, también cargaba con un deplorable sobrenombre, «Lavvy-Loo», y revolvía la tragedia familiar en un vaso de ginebra y ahí la disolvía para poder desempeñar el papel de viuda alegre con hombres que se aprovechaban de ella. Al principio fue un exoficial de la Guardia casado, un tal coronel Ken Sweeting, que venía de la isla de Man para cultivar su idilio con ella, pero nunca dejó a su mujer, ni tuvo intención de hacerlo. Más tarde, cuando ella emigró al pueblo de Mijas, en Andalucía, hubo una sucesión de haraganes dispuestos a vivir de ella y gastar cuanto más dinero suyo mejor. Lavinia se había opuesto enérgicamente a la decisión de su hija primero de vivir y luego de casarse con un raro escritor indio de pelo largo, cuyo origen familiar le suscitaba ciertas dudas, y que al parecer no andaba sobrado de dinero. Ella mantenía buenas relaciones con la familia Leworthy de Westerham, en Kent, y el plan era que el hijo contable de los Leworthy, Richard, un tipo pálido y huesudo de pelo rubio blancuzco a lo Warhol, se casara con su hermosa hija. Clarissa y Richard salieron juntos, pero ella empezó a verse también, en secreto, con el escritor indio de pelo largo, y a ella le costó dos años decidirse, pero una noche de enero de 1972, cuando éste daba una fiesta para inaugurar su piso recién alquilado en Cambridge Gardens, Ladbroke Grove, ella llegó con una determinación tomada, y a partir de entonces fueron inseparables. Siempre eran las mujeres quienes elegían, y el papel de los hombres se reducía a dar gracias por la suerte de ser elegidos.
Todos sus años de deseo, amor, matrimonio, paternidad, infidelidad (sobre todo por parte de él), divorcio y amistad estaban presentes en el abrazo que ella le dio esa noche. El acontecimiento del día había arrollado el dolor que existía entre ellos y se lo había llevado consigo, y bajo el dolor quedaba algo antiguo y profundo, todavía intacto. Y además, claro está, eran padres de aquel hermoso niño, y como padres siempre habían estado unidos y de acuerdo. Zafar había nacido en junio de 1979, cuando Hijos de la medianoche estaba casi terminado. «Mantén las piernas cruzadas —dijo él—, escribo todo lo deprisa que puedo». Una tarde se produjo una falsa alarma, y él pensó: El niño va a nacer a medianoche, pero eso no ocurrió; nació el domingo 17 de junio a las 14.15 horas. Él lo puso en la dedicatoria de su novela. Para Zafar Rushdie que, contra todo lo esperado, nació por la tarde. Y ahora tenía nueve años y medio y preguntaba, intranquilo: ¿Qué pasa?
«Necesitamos saber —decía el agente de policía— cuáles son sus planes inmediatos». Él se detuvo a pensar antes de responder. «Seguramente me iré a casa», dijo por fin, y la súbita rigidez en las posturas de aquellos hombres uniformados confirmó sus sospechas. «No, caballero, eso no se lo aconsejaría». Les habló entonces, como ya sabía que haría, acerca del sótano de Lonsdale Square, donde Marianne esperaba. «¿No es un sitio que usted frecuenta y todo el mundo lo sabe?». No, agente, no lo es. «Eso me parece bien. Cuando vuelva allí esta noche, ya no salga más por hoy, si no tiene inconveniente. Habrá ciertas reuniones, y mañana, lo más temprano posible, se le comunicará el resultado. Hasta entonces conviene que se quede allí».
Le habló a su hijo, abrazándolo, decidiendo en ese momento que contaría al niño lo máximo posible, que le presentaría lo que ocurría desde un prisma tan positivo como pudiera; y que la manera de ayudar a Zafar a afrontar el hecho era inducirlo a sentirse incluido en ese hecho, ofrecerle una versión paterna en la que confiar y a la que aferrarse mientras lo bombardeaban con otras versiones, ya fuera en el patio del colegio o por televisión. En el colegio estaban portándose de maravilla, explicó Clarissa; habían mantenido a distancia a los fotógrafos y a un equipo de televisión que pretendía obtener imágenes del hijo del hombre amenazado, y también sus compañeros habían tenido una reacción fenomenal. Sin mayor deliberación, habían cerrado filas en torno a Zafar y le habían permitido vivir un día normal, o casi normal, en el colegio. Casi todos los padres habían manifestado su apoyo, y uno o dos que habían exigido que se apartara a Zafar del colegio, porque su presencia podía representar un peligro para sus hijos, se habían encontrado con la repulsa del director y, avergonzados, se habían batido en retirada. Resultó alentador, aquel día, ver en acción el valor, la solidaridad y los principios, los mejores valores humanos oponerse a la violencia y el fanatismo —el lado oscuro del género humano— en el momento mismo en que la marea creciente de oscuridad parecía tan irrefrenable. Lo que hasta ese día había sido inconcebible empezaba a ser concebible. Pero en Hampstead, en Hall School, el colegio de su hijo, la resistencia ya se había iniciado.
«¿Nos veremos mañana, papá?». Él movió la cabeza en un gesto de negación. «Pero te llamaré —aseguró—. Te llamaré todas las tardes a las siete. —Dirigiéndose a Clarissa, añadió—: Si no vais a estar aquí, déjame un mensaje en el contestador de casa para decirme a qué hora puedo llamar». Esto ocurrió a principios de 1989. Los términos PC, ordenador portátil, teléfono móvil, internet, wi-fi, sms, e-mail eran desconocidos o muy nuevos. Él no tenía ordenador ni teléfono móvil. Pero sí tenía una casa, por más que no pudiera pasar la noche allí, y en la casa había un contestador automático, y él podía llamar a su número e interrogarlo, un uso nuevo para una palabra antigua, y obtener, no, recuperar sus mensajes. «A las siete —repitió—. Todas las tardes, ¿vale?». Zafar asintió con total seriedad. «Vale, papá».
Volvió a casa en coche él solo, y en la radio las noticias no eran buenas. Dos días antes se habían producido «disturbios por Rushdie» frente al Centro Cultural de Estados Unidos en Islamabad, Pakistán. (No estaba claro por qué consideraban a Estados Unidos responsable de Los versos satánicos). La policía había abierto fuego contra la multitud y el resultado era de cinco muertos y sesenta heridos. Los manifestantes llevaban pancartas donde se leía: RUSHDIE, ESTÁS MUERTO. Ahora el peligro se había multiplicado enormemente debido al edicto iraní. El ayatolá Jomeini no era sólo un clérigo poderoso. Era un jefe de Estado que ordenaba el asesinato de un ciudadano de otro Estado, sobre quien no tenía jurisdicción; y disponía de asesinos a su servicio, que ya habían sido utilizados antes contra los «enemigos» de la revolución iraní, incluidos los enemigos radicados fuera de Irán. Había otra palabra nueva que debía aprender. Acababan de decirla por la radio: extraterritorialidad. También conocida como terrorismo patrocinado por un Estado. Voltaire dijo en una ocasión que para un escritor era buena idea vivir cerca de una frontera internacional, y así, si encolerizaba a hombres poderosos, podía escabullirse al otro lado de la línea de demarcación y ponerse a salvo. El propio Voltaire abandonó Francia para instalarse en Inglaterra después de ofender a un aristócrata, el Chevalier de Rohan, y permaneció siete años en el exilio. Pero vivir en un país distinto de aquél donde se hallaban los perseguidores de uno ya no era seguro. Ahora existía la acción extraterritorial. En otras palabras, venían a por ti.
En Lonsdale Square la noche era fría, oscura y despejada. Había dos policías en la plaza. Cuando él se apeó del coche, simularon no darse cuenta. Patrullaban en la zona, vigilando la calle cerca del piso, cien metros en ambas direcciones, y él oyó sus pasos incluso después de entrar. En medio de ese silencio roto por los pasos, cayó en la cuenta de que ya no entendía su vida, ni en qué se había convertido, y por segunda vez ese día pensó que quizá ya no quedara gran cosa de la vida que entender. Pauline se marchó a su casa y Marianne se acostó temprano. Era un día para olvidar. Era un día para recordar. Se metió en la cama junto a su mujer y ella se volvió hacia él y se abrazaron, rígidos, como la pareja infelizmente casada que eran. Luego, cada uno por su cuenta, absortos en sus respectivos pensamientos, fueron incapaces de conciliar el sueño.
Pasos. Invierno. Un ala negra agitándose en un trepador. Comunico al orgulloso pueblo musulmán del mundo, ristle-te, rostle-te, mo, mo, mo. Que los ejecuten allí donde los encuentren. Ristle-te, rostle-te, hey bombosity, knickety-knackety, retroquo-quality, willoby-wallaby, mo, mo, mo.
(Salman Rushdie)