¿Por qué leer? (por Harold Bloom) Posted in: Ensayo, Hay que leer
Importa, si es que los individuos van a retener alguna capacidad de formarse juicios y emitir opiniones propias, que sigan leyendo por su cuenta. Qué lean y cómo —bien o mal— no puede depender totalmente de ellos, pero el motivo (el por qué) debe ser el interés propio. Uno puede leer meramente para pasar el rato o leer con manifiesta urgencia, pero en definitiva siempre leerá contra el reloj. Acaso los lectores de la Biblia, ésos que la recorren por sí mismos, ejemplifiquen la urgencia con mayor claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y lamentablemente el cambio último es universal.
Me entrego a la lectura como a una práctica solitaria más que como a una empresa educativa. El modo en que leemos hoy, cuando estamos solos con nosotros mismos, guarda una continuidad considerable con el pasado, cualquiera sea la vía adoptada en las academias. Mi lector ideal (y héroe de toda la vida) es el Dr. Samuel Johnson, que conocía y expresó tanto el poder como las limitaciones de la lectura incesante. Ésta, como todas las actividades de la mente, debía satisfacer el principal compromiso de Johnson, que era con «lo que tenemos cerca, aquello que podemos usar». Sir Francis Bacon, que aportó algunas de las ideas que Johnson llevó a la práctica, dio este célebre consejo: «No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o discurso, sino para sopesar y reflexionar». A Bacon y Johnson yo añado un tercer sabio de la lectura, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros «nos impresionan con la convicción de que una naturaleza escribió y la misma naturaleza lee». Permítanme fundir a Bacon, Jonson y Emerson en una fórmula de cómo leer: encontrar, entre lo que está cerca, aquello que puede usarse para sopesar y reflexionar, y que se dirige a uno como si uno compartiera la naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos esto significa: primero encuentra a Shakespeare, y deja que él te encuentre a ti. Si es que El rey Lear te encuentra plenamente, sopesa la naturaleza que ambos compartís y reflexiona sobre ella; es proximidad contigo mismo. No me propongo con esto ser idealista, sino pragmático. Utilizar la tragedia como queja contra el patriarcado es falsificar los intereses propios primordiales, sobre todo en el caso de una mujer joven; lo que no es tan irónico como suena. Shakespeare, más que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones, y más que ningún otro lo es sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete a la lectura plena de El rey Lear y comprenderás mejor los orígenes de lo que crees que es el patriarcado.
En definitiva leemos —como concuerdan Bacon, Johnson y Emerson— para fortalecer el sí-mismo (el self) y averiguar cuáles son sus intereses auténticos. Al hecho de que experimentemos esos momentos como placer puede deberse que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus, siempre hayan reprobado los valores estéticos. Sin duda los placeres de la lectura son más egoístas que sociales. Uno no puede mejorar directamente la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. Por tradición, la esperanza social siempre ha sido que el crecimiento de la imaginación individual estimulara el cuidado por los otros. Yo me mantengo escéptico respecto de la esperanza social, y tomo con gran cautela cualquier argumento que vincule los placeres de la lectura solitaria al bien público.
La pena de la lectura profesional es que sólo raras veces uno recupera el placer de leer que conoció en la juventud, cuando los libros eran un entusiasmo hazlittiano. La manera en que leemos hoy depende en parte de nuestra distancia interior o exterior de las universidades, donde la lectura apenas se enseña como placer, en cualquiera de los sentidos profundos de la estética del placer. Abrirse a una confrontación directa con Shakespeare en sus momentos más fuertes, por ejemplo en El rey Lear, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la vejez, y sin embargo no leer El rey Lear plenamente (es decir, sin expectativas ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y estético. La niñez pasada en gran medida mirando televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el irnos de aquí como el haber llegado: la madurez lo es todo. La lectura se desmorona, y en el mismo proceso se hace trizas buena parte de la propia identidad. Todo esto es inmune a los lamentos, y no hay promesas ni programas que lo remedien. Lo que ha de hacerse sólo se puede llevar a cabo mediante alguna versión del elitismo, y, por buenas y malas razones, en nuestra época esto es inaceptable. Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, lectores solitarios jóvenes y viejos. Si existe en nuestra época una función de la crítica, será la de dirigirse a la lectora y el lector solitarios, que leen por sí mismos y no por los intereses que supuestamente los trascienden.
En la vida como en la literatura, el valor está muy relacionado con lo idiosincrático, con los excesos por los cuales se pone en marcha el sentido. No es casual que los historicistas —críticos convencidos de que a todos nos sobredetermina la historia de la sociedad— consideren los personajes literarios como signos en una página y nada más. Si no tenemos un pensamiento que sea propio, Hamlet ni siquiera será un caso clínico. Si se trata de restablecer la forma en que leemos hoy, paso ahora al primer principio, un principio que me apropio del Dr. Johnson: Limpiate la mente de jergas. El diccionario inglés dirá que «jerga» (cant), en este sentido, es un lenguaje desbordante de perogrulladas piadosas, el vocabulario peculiar de una secta o un aquelarre. Dado que las universidades han potenciado expresiones como «género y sexualidad» o «multiculturalismo», la admonición de Johnson se convierte en: «Limpiate la mente de jerga académica». Una cultura universitaria donde la apreciación de la ropa interior victoriana reemplaza la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning parece la extravagancia de un nuevo Nathanael West, pero es meramente la norma. Un producto subsidiario de esta «poética cultural» es que no puede haber un nuevo Nathanael West, pues ¿cómo podría semejante cultura académica alimentar la parodia? Los poemas de nuestra tradición cultural han sido reemplazados por la ropa interior que cubre el cuerpo de nuestra cultura. Los nuevos materialistas nos dicen que han recobrado el cuerpo para el historicismo y afirman trabajar en nombre del principio de realidad. La vida de la mente debe someterse a la muerte del cuerpo; pero para esto poco se requieren los hurras de una secta académica.
Limpiate la mente de jerga conduce al segundo principio del restablecimiento de la lectura: No trates de mejorar a tu vecino ni tu vecindario por las lecturas que eliges o cómo las lees. La superación personal ya es un proyecto bastante considerable para la mente y el espíritu de cada uno: no hay ética de la lectura. Hasta tanto haya purgado su ignorancia primordial, la mente no debería salir de casa; las excursiones prematuras al activismo tienen su encanto, pero consumen tiempo, y nunca habrá tiempo suficiente para leer. Historizar, sea el pasado o el presente, es practicar una especie de idolatría, una devoción obsesiva a las cosas en el tiempo. Leamos entonces bajo esa luz interior que celebró John Milton y Emerson adoptó como principio de lectura. Principio que bien puede ser el tercero de los nuestros: El estudioso es una vela que encienden el amor y el deseo de todos los hombres. Olvidando tal vez la fuente, Wallace Stevens escribió maravillosas variaciones de esta metáfora; pero la frase emersoniana original articula con mayor claridad el tercer principio de la lectura. No hay por qué temer que la libertad del desarrollo como lector sea egoísta porque, si uno llega a ser un verdadero lector, la respuesta a su labor lo ratificará como iluminación de los otros. Cuando reflexiono sobre las cartas de desconocidos que he recibido en los últimos siete u ocho años, en general me conmuevo tanto que no puedo responder. Si tienen un páthos para mí, radica en que a menudo trasuntan un ansia de estudios literarios canónicos que las universidades desdeñan satisfacer. Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de mujeres y hombres cultivados, y proféticamente agregó: «El hogar del escritor no es la universidad sino el pueblo». Se refería a los escritores fuertes, a los hombres y mujeres representativos; a los representantes de sí mismos, y no a los parlamentarios, pues la política de Emerson era la del espíritu.
La función —olvidada en gran medida— de una educación universitaria quedó captada para siempre en «El estudioso americano», discurso en el que, de los deberes del docto, Emerson dice: «Todos deben estar comprendidos en la confianza en sí mismo». Yo tomo de Emerson mi cuarto principio de la lectura: Para leer bien hay que ser un inventor. A la «lectura creativa», en el sentido de Emerson, yo la llamé alguna vez «mala lectura», palabra que persuadió a mis oponentes de que padecía de dislexia voluntaria. La ruina o el espacio en blanco que ven ellos cuando miran un poema está en sus propios ojos. La confianza en sí mismo no es una donación ni un atributo, sino el segundo nacimiento de la mente, y no sobreviene sin años de lectura profunda. En estética no hay patrones absolutos. Si alguien desea sostener que el ascendiente de Shakespeare fue un producto del colonialismo, ¿quién se molestará en refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos impregna más que nunca; lo representarán en la estratosfera y en otros mundos, si se llega hasta allí. No es una conspiración de la cultura occidental; contiene todos los principios de la lectura y es mi piedra de toque a lo largo del libro. Borges atribuyó el carácter universal de Shakespeare a su aparente falta de personalidad, pero ese rasgo es más bien una gran metáfora de lo que hace diferente a Shakespeare, que en última instancia es poder cognoscitivo como tal. Con frecuencia, aunque no siempre sabiéndolo, leemos en busca de una mente más original que la nuestra.
Como la ideología, sobre todo en sus versiones más superficiales, es especialmente nociva para la capacidad de captar y apreciar la ironía, sugiero que nuestro quinto principio para el restablecimiento de la lectura sea la recuperación de lo irónico. Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi invariablemente dice una cosa cuando quiere decir otra, ésta a menudo lo opuesto de lo que está diciendo. Pero con este principio me acerco a la desesperación, porque enseñarle a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que se haga solitario. Y sin embargo la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado.
Anduve de Tabla en Tabla
con paso lento y prudente.
Sentía alrededor las estrellas,
en torno a mis pies el Mar.
Sabía que quizá la siguiente
fuera la pisada final.
A mi precario paso algunos
suelen llamarlo Experiencia.
Mujeres y hombres pueden caminar de maneras diferentes, pero a menos que nos disciplinen todos tenemos un paso en cierto modo individual. Difícilmente puede aprehenderse a Dickinson, maestra del sublime precario, si uno está muerto para sus ironías. Aquí va andando por el único sendero disponible, «de tabla en tabla»; irónicamente, no obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace sentir «alrededor las estrellas», aunque tenga los pies casi en el mar. El hecho de ignorar si el paso siguiente será la «pulgada final» le confiere ese «precario Paso» al que no da nombre, aunque «algunos» lo llamen «Experiencia». Dickinson había leído «Experiencia», el ensayo de Emerson —una pieza culminante, muy al modo en que «De la experiencia» lo fuera para Montaigne— y su ironía es una respuesta amable a la apertura de Emerson: «¿Dónde nos encontramos? En una serie cuyos extremos desconocemos, y que para nuestra creencia no existen». Para Dickinson el extremo es ignorar si el paso siguiente será la pulgada final. «¡Si alguno de nosotros supiera qué estamos haciendo, o hacia dónde vamos, sería mejor que lo pensáramos dos veces!». El consiguiente ensueño de Emerson difiere del de Dickinson en temperamento o, como dice ella, en el paso. En el ámbito de la experiencia de Emerson «todas las cosas nadan y destellan», y su ironía genial es muy diferente de la ironía de la precariedad de Dickinson. Con todo, ninguno de los dos es un ideólogo, y en los poderes rivales de sus respectivas ironías ambos perviven.
Al final del sendero de la ironía perdida hay una pulgada última, más allá de la cual el valor literario será irrecuperable. La ironía es sólo una metáfora, y es difícil que la ironía de una edad literaria sea la de otra; no obstante, sin un renacimiento del sentido irónico se habrá perdido más que lo que llamamos «literatura imaginativa». Ya parece estar perdido Thomas Mann, irónico mayor de los grandes escritores de este siglo. No dejan de aparecer nuevas biografías suyas, casi siempre reseñadas sobre la base de su homoerotismo, como si la única forma de rescatarlo para nuestro interés fuera certificar su condición de homosexual, y darle así un lugar en los planes de estudio universitarios. Esto no difiere mucho de estudiar a Shakespeare sobre todo por su aparente bisexualidad, pero los caprichos del contrapuritanismo vigente parecen no tener límite. Aunque las ironías de Shakespeare, es de esperar, son las más abarcadoras y dialécticas de toda la literatura occidental, su arco emocional es tan vasto e intenso que no siempre median entre nosotros y las pasiones de los personajes. Por lo tanto Shakespeare sobrevivirá a nuestra era; perderemos sus ironías y nos aferraremos a lo que quede de él. Pero en Thomas Mann cada emoción, narrativa o dramática, está mediada por un esteticismo irónico; enseñar Muerte en Venecia o Desorden y pena temprana a los universitarios más habituales resulta casi imposible. Cuando los autores son destruidos por la historia, con toda justicia calificamos sus obras como «piezas de época»; pero cuando la ideología historizada nos los vuelve inaccesibles, creo que topamos con un fenómeno diferente.
La ironía exige un cierto nivel de atención y la habilidad de poder tener ideas antitéticas, incluso cuando éstas chocan entre sí. Despojar a la lectura de ironía implica la pérdida inmediata de toda disciplina y sorpresa. Busca todo aquello que te es cercano, que pueda ser usado para sopesar y considerar, y muy probablemente encontrarás ironía, incluso si muchos de tus profesores no saben qué es ni dónde encontrarla. La ironía limpiará tu mente de la jerga de los ideólogos y te ayudará a resplandecer como el estudioso de una vela.
Cuando uno anda por los setenta quiere tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo no afloja la marcha. No sé si le debemos a Dios o a la naturaleza una muerte, pero la naturaleza hará su cosecha de todos modos y, por cierto, a la mediocridad no le debemos nada, cualquiera sea la colectividad que pretende mejorar o al menos representar.
Debido a que por medio siglo mi lector ideal ha sido el Dr. Samuel Johnson, paso a ocuparme de mi pasaje favorito de su Prefacio a Shakespeare:
Éste es pues el mérito de Shakespeare, que su drama sea el espejo de la vida; que aquél que ha enmarañado su imaginación siguiendo los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, escenas que permitirían a un ermitaño estimar las transacciones del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones.
Para leer sentimientos humanos en lenguaje humano hay que ser capaz de leer humanamente, con toda el alma. Tenga las convicciones que tenga, uno es más que una ideología; y Shakespeare le dice algo a la parte de sí que cada cual lleve hasta él. En otras palabras: Shakespeare nos lee más enteramente de lo que podemos leerlo a él, aun después de habernos limpiado la cabeza de jergas. No ha habido antes ni después de él otro escritor con semejante dominio de la perspectiva, ni que desborde tanto cualquier contextualización que se imponga a sus obras. Johnson, que percibió esto de modo admirable, nos incita a permitir que Shakespeare nos cure de nuestros «éxtasis delirantes». Permítanme extender a Johnson instándonos también a reconocer los fantasmas que exorcizará la lectura profunda de Shakespeare. Uno de ellos es la muerte del autor; otro es la afirmación de que el yo es una ficción; otro más, la opinión de que los personajes literarios y dramáticos son signos en una página. Un cuarto fantasma, el más pernicioso, es que el lenguaje piensa por nosotros.
De todos modos, al fin el amor por Johnson y por la lectura me aparta de la polémica para llevarme a la celebración de los muchos lectores solitarios que sigo encontrando, tanto en el aula como en los mensajes que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens, y todos sus pares porque amplían la vida, y más. En términos pragmáticos, se han convertido en la bendición, ésta en el verdadero sentido yahvístico de «más vida vertida en tiempo sin límites». Leemos en profundidad por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo suficientes personas; porque necesitamos conocernos mejor; porque requerimos conocimiento, no sólo de nosotros mismos o de otros, sino de cómo son las cosas. Sin embargo el motivo más fuerte y auténtico para la lectura profunda del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica-de-la-lectura, y pienso que «dificultad placentera» es una definición plausible de lo sublime; pero la búsqueda del lector sigue siendo un placer más alto. Hay un sublime del lector que me parece la única trascendencia secular a nuestro alcance, si exceptuamos esa trascendencia aún más precaria que llamamos «enamoramiento». Los exhorto a descubrir aquello que les es realmente cercano y puede utilizarse para sopesar y reflexionar. A leer profundamente, no para creer, no para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee.