Cuentos: “Te recuerdo como eras en el último otoño” de Bernardo Jobson Posted in: Audiolibros, Cuentos, Hay que leer

El problema es que el jefe no me lo va a creer. Le he hecho tragar ya tantas milanesas, tantas albóndigas supercondimentadas, que esto no me lo va a creer. Pienso en alguna excusa potable, pero me da un poco de bronca: ¿una vez que tengo una razón valedera para ausentarme de la oficina, voy a tener que apelar a una mentira? ¿Tan mal anda el mundo? me pregunto. Pero toda esta filosofía de apuro no me absuelve del dolor que tengo desde que me levanté y amenaza con la posibilidad de que la gente me crea un deforme o algo así, al margen de unos chillidos austeros pero evidentes que me transformaron en la máxima atracción del día en el subte. En ese momento vuelvo a sentarme y siento como si una tachuela me hubiese penetrado hasta la garganta. Por supuesto, las tachuelas se supone que lo pinchan a uno en el culo y ésta es una tachuela de lo más ortodoxa. No me puedo sentar, no me puedo quedar parado, no puedo quedarme un minuto más en ninguna posición. Y te guste o no, jefecito, allá voy. Con la verdad no temo ni ofendo y me paro frente al escritorio del salmónido.
—Plata no hay —me ataja—. Y si necesitás plata porque se te murió algún pariente, antes me traés el certificado de defunción. Mira, ni siquiera con el certificado. Únicamente contra presentación del cadáver.
—Jefe, no quiero plata… —por ahora, porque en ese momento pienso que en una de ésas voy a tener que comprar un remedio y ante presentación de receta no me va a decir que no. Mirá vos, me digo, ¿cómo no se me ocurrió antes este yeite?
—Ni ahora ni nunca, ni siquiera a fin de mes. ¿Sabés que sos el único en la historia de esta empresa que cobra por adelantado? Ya tenés un mes de sueldo en vales.
—Jefe, perdóneme, pero no estoy de humor hoy. Todo lo que quiero es permiso para ir al hospital.
Hay que ver el conflicto que esto le produce. ¿Quién será: un pariente, un amigo, algún amor lejano? Pero reacciona a tiempo.
—Sangre diste la semana pasada. Te fuiste a las 9 y no apareciste en todo el día.
—Jefe, usted se equivoca por el físico con que me ha dotado la naturaleza. Que yo mida 1,95 m y pese 102 kilos, no quiere decir que si me sacan medio litro del vital elemento, no quede medio dopado.
—Bueno, no sé, pero parientes vivos ya no te quedan, según me consta. ¿Quién es el moribundo hoy?
—Nadie. Soy yo el que quiere ir al hospital, ahora mismo.
—¿Qué te pasa? —pregunta enojándose consigo mismo porque ya está entrando por la variante.
Conflictos internos. ¿Y el que yo tengo ahora? ¿Cómo le digo la verdad, la cruda verdad?
—Jefe, no me lo va a creer. No me lo va creer.
No sé qué cara pongo, pero sí la que pone él. Se asusta. ¡Corazón, hígado, pulmón! Al mismo tiempo, busca el término ése, difícil, que cuanto mejor lo dice más gente piensa qué gran médico se perdió la sociedad.
—¿Algún trastorno cardiovascular?
Niego con la cabeza.
—¿Visceral?
Tampoco. Como ya está a punto de agotar su diagnóstico precoz, apela a lo increíble, a lo que no puede ser, ¡en esta época!
—Me imagino que no tendrá nada que ver con el sistema génito-urinario, ¿no?
—Y, más o menos —le contesto—. Tengo un grano en el culo.

Diez minutos después estoy parado en el hall del hospital, mirando la guía de consultorios externos. Parezco un tailandés recién llegado, buscando la temperatura media de Jujuy en la guía de teléfonos. No sé quién me toca a mí: ¿enfermedades secretas, culología, anología? No figura ninguna, y a esa enfermera de la mesa de entradas no se lo pienso preguntar. Si fuera vieja y buena, todavía, pero no tiene más de 25 y hay que ver lo bien que está.
El portero o algo así acude en mi ayuda. Y como todos los porteros tienen obligación de ser médicos frustrados, cancheros viejos, empíricos de la medicina que lo ven a uno y ya saben lo que uno tiene, me pregunta:
—¿Algún problema, señor? ¿Busca a alguien?
—Sí, la verdad que sí. Pero no sé exactamente a quién.
Juro que mi respuesta es totalmente natural, pero él ya sospecha algo turbio.
—¿Alguno de los doctores?
—Sí, pero no sé cual puede ser…
Los puntos suspensivos son benévolamente acogidos por el portero y los estudia unos segundos.
—¿Algún problema…? —y la definición médica del problema la explica con la mano y apoyándose en una sonrisa comprensiva y paternal—. Me parece que usted busca dermatología. Primer piso, consultorio 23. Dígale al doctor que lo mando yo.
—¿Perdón, dermatología? Y… ¿qué atienden allí? Quiero decir, si uno tiene…
—Eh, por favor —me asegura canchero al extremo—. Yo también tuve que ir cuando era joven…—y luego de asegurarse de que nadie pueda verlo, agrega:— Tres veces. Claro, eran otros tiempos, ¿no?
—Y sí, no va a comparar —le ratifico, mientras pienso que dermatología no puede ser. Que la pared del culo me duele, no hay duda, pero no le veo relación. Encima, me duele cada vez más y antes de tener que relatar, por segunda vez, la cruda verdad, me tiro un lance y le digo:
—Creo que es ortopedia.
Como a cualquier personaje orillero, lo tumba el asombro.
—¿Ortopedia? Pero si usted camina lo más bien.
—No vaya a creer. Hay momentos en que no puedo.
Está totalmente decepcionado. Todo un caso social que él creía tener como primicia absoluta se le va diluyendo.
—Ortopedia —le insisto—: ¿No quiere decir que a uno lo curan del…?
—Dígame, señor —me pregunta ya totalmente ofendido— ¿A usted qué le duele?
—Bueno, para serle franco, me duele el culo, ¿qué quiere que le haga?
No tiene ninguna anécdota al respecto y no sé si me la contaría aún en el caso contrario. Ya me odia, directamente.
—Vaya a la guardia. Ahí lo van a atender. Parece mentira.
Cuando me dispongo a irme, la vocación lo traiciona y me dice:
—Tómese un Geniol. O dos.
Le agradezco la receta magistral y enfilo para la guardia. El continente americano se ha enfermado hoy y me pongo en la cola. Delante mío hay un tipo justo para que lo atienda el portero.
La dimensión de la fila me hace dudar sobre si llegaré vivo a que me atiendan, pero pienso que esto me da el tiempo suficiente para ver qué le digo a la mina que está sentada en un escritorio y distribuyendo el juego como un hábil mediocampista: usted allí, usted acá, hoy está prohibido enfermarse del hígado, el reumatólogo tiene hepatitis. Pienso en lo que voy a decirle:
—Me duele el recto (y todo el mundo pensando qué lástima, un muchacho con ese físico y maricón).
—Quiero que me revisen el recto (y la misma conclusión, ahora ya sin ninguna duda sobre mi desviación sexual).
—Busco al rectólogo (y lo mismo, éste quiere disimular que es maricón, lo cual no deja de ser peor. Por lo menos, que afronte su desgracia con altivez, caramba).
Cuando faltan dos tipos, no sé todavía qué voy a decirle, pero el punto que está delante mío me puede salvar. A ver cómo le explica él que tiene los bichitos juguetones y entonces yo aprovecho la bolada, el ambiente turbio ya que tiene antecedente y lo mío no trasciende.
Cuando le llega el turno, la enfermera le pregunta nombre, apellido, edad, domicilio y por poco hincha de quién. Con soberbia cara de otario, me acerco para escuchar el crucial diálogo.
—¿Qué problema tiene?
A punto de caérsele la cara de vergüenza por lo frágil ser humano que es, responde:
—Tengo una uña encarnada.
Pienso en la famosa clínica del diagnóstico que podríamos fundar el portero y yo y luego de dar mi filiación, me mira y me pregunta con la mirada, qué problema tengo.
Yo, mudo. Finalmente, accede al ritual.
—¿Qué problema tiene, señor?
—Bueno, tengo un dolor.
Apoya la cabeza en la palma y me vuelve a mirar. Está esperando que yo le diga dónde.
—¿Sí? —me pregunta dejando en el aire: qué me dice.
—Sí —le contesto.
El agitadísimo diálogo no deja de constituir una escena pintoresca que matiza la espera de todos los pacientes. Todos miran. Detrás mío, no hay nadie. Esto puede durar todo el día, pienso. Ayúdame, miss Nightingale. Vos sabés de estas cosas.
—¿Dolores durante la micción? —me pregunta sutilmente.
Dolores durante la micción. Parece el nombre de una mina de la sociedad colombiana, pienso.
—No —le contesto. Y con un gesto le indico que siga intentando.
—¿Dolores génito-urinarios? —me pregunta un poco enojada, y antes de que se le ocurra la próxima posibilidad dolorosa, un sifilólogo frustrado opina en voz baja para que lo oigan todos:
—Debe ser para dermatología, señorita.
—Señor, por favor, no podemos estar todo el día con esto. Si usted no me dice lo que le pasa… ¿Problemas génito-urinarios? —insiste.
—Señorita —le digo con tono lastimero—. No son génito-urinarios, pero… alguna relación tiene, no sé. El recto, ¿tiene algo que ver con el sistema?
Claro, la palabra era un cheque al portador. La noticia recorre todo el hospital, pero el epicentro del fenómeno se centra en la guardia. El tipo de la uña encarnada me mira diciéndome con los ojos no te da vergüenza, si yo fuera tu padre, te volvía a romper el culo, pero a patadas, y una madre le dice a su hijo, vos vení para acá y lo protege instintivamente del deleznable sujeto. La enfermera, repuesta de la noticia, anota en la planilla y me dice que me siente. Pienso que si me siento, muero, ahí nomás, sumariamente.
El médico pasa por allí en ese momento, y la enfermera lo detiene. Noto que habla de mí, el tipo me mira, le dice que sí, enseguida vuelvo y sale.
Como, pese a todo, ella me ama, me informa que enseguida me van a atender.
La decisión provoca la tradicional reacción popular, hay murmullos contra la aborrecible enfermera, pero en medio de la indignación general, surge la voz de la madre del niño que dirigiéndose a nadie, es decir, a todos, dice:
—Claro, y encima los atienden primero.

La configuración edilicia de la guardia propiamente dicha es un monumento a la discreción. Con un grabador y una filmadora uno podría, en diez minutos, escribir los diez tomos del Testut. El médico me pregunta qué me pasa. Debe tener 22 años a lo sumo. ¿En qué año estarás? ¿Ya rendiste Culo vos?, me pregunto.
—Mire —le explico—. Desde ayer tengo un dolor bárbaro en el ano. Y ahora ya no puedo más. No puedo sentarme, no puedo estar parado, me duele si hablo.
—Bueno, vamos a ver. Venga por aquí.
Y a medida que recorremos el pasillo, va descorriendo las cortinas de los boxes, no sin provocar frecuentes chillidos, indignados por favores y actitudes insensatas de quienes se ven sorprendidos con paños menores a media asta. Encontramos uno vacío y me ordena que me desnude mientras él enseguida vuelve. En el box de al lado, el de la uña encarnada pega un grito y se traga una puteada que hubiera involucrado hasta el más remoto antecesor de la enfermera. Pienso que la verdad esto es mejor tomárselo a joda y cagarse de risa. A la sola mención del verbo defectivo, reflejo condicionado diría Pavlov, me entran ganas de ir al baño, vía recto. Lo único que faltaba, me digo, que me agarren ganas de cagar. El grito del de la uña encarnada va a parecer un susurro de amor comparado con el mío. Frágil espiritual que es uno trato de engañarme y me digo que ya cagué. Mentira, me grita mi conciencia, mientras pienso que algún día debo escribir un ensayo sobre la vida y la caca: dos cosas difíciles de aguantar.
La temperatura ambiente no es la más propicia para quedarse totalmente en pelotas, y me dejo puesta la camisa y los zapatos. Me siento en la camilla y me observo el sistema génito-urinario que diría el portero. Da lástima: parece el experimento de un jíbaro que ha reducido un bandoneón. Cuando el de la uña encarnada opina que prefiere que le corten el pie antes de que se atrevan a tocarle la uña otra vez, entra el futuro médico, orgullo de la familia.
—Póngase en cuclillas —me ordena.
Me pongo en cuclillas y pienso que lo único que falta es que suene un disparo y salga a buscar la meta.
—Abra un poco más las nalgas.
Las abro.
—Un poco más —insiste.
—Doctor, no crea que no quiero colaborar con la ciencia, pero mido 1,95.
El tipo se ríe y me dice que está bien.
Para distraerme un poco, bajo la cabeza y miro hacia atrás. Me pregunto cómo no larga todo .y se manda mudar. El espectáculo es deplorable, pero siento dos manos frías en ambos glúteos y dos pulgares acercándose sugestivamente por ambos flancos. Instintivamente, me hago el estrecho.
—No, por favor, quédese tranquilo. Así no puedo hacer nada.
Le pido perdón y rindo la ciudadela. Los pulgares se asumen y se acercan a las puertas de palacio ya. Vos tócame nomás, tócame apenas y que Dios te ampare, pienso. Ostensiblemente acuciadas por la posición decúbito panzal, las ganas de ir al baño se acentúan y ahora sí, me niego rotundamente.
El tipo se me enoja y como ya ha entrado en confianza —después de todo me ha tocado el culo— me dice che, déjese de embromar, parece mentira.
De golpe sospecha algo y me pregunta:
—¿Qué le pasa?
—Doctor, perdóneme, ¿pero usted quiere creer que justo ahora?
Se agarra la cabeza y vuelve a reír.
—Está bien, pero aguántese. No hay otra solución. Yo necesito solo unos segundos para palparlo.
Tengo ganas de contestarle que yo también, pero para cagarme. No creo que el chiste le caiga bien.
Como soy un gil, me pregunta cosas a medida que empieza otra vez la invasión.
—¿Es la primera vez que le pasa?
—Y la última. Aunque tenga que cagar por la oreja el resto de mi vida.
En ese momento, siento un alambre de púa recorriendo con libre albedrío las paredes iniciales del recto. Y pienso lo que debe estar gozando el de la uña encarnada. Pego un grito.
—Quédese como está —me ordena—. Relaje los músculos. Enseguida vuelvo.
Escucho que en el pasillo le pregunta a la enfermera dónde hay vaselina. La mera mención del noble lubricante para usos o aberraciones varias me incita a salir corriendo despavorido, cuando escucho que la cortinita se corre y entra alguien, doctora ella, pasea la mirada por los hermosos y lascivos glúteos, luego va hacia el sistema génito urinario propiamente dicho, me mira inquisitivamente, se echa hacia atrás y vuelve a investigar la decoración en general, tuerce la cabeza convencida de que no hay nada que hacer, todo sería inútil, pide perdón y sale. En cualquier momento deciden dejarme acá toda la mañana y cobran entrada, pienso.
Se vuelve a correr la cortinita y entra mi anólogo de cabecera con un frasco de vaselina como para revisar un mamut. Lo deja sobre una mesita y procede a colocarse unos guantes de goma.
—¿Es para evitar el embarazo? —le digo haciéndome el gracioso.
No me contesta porque los guantes son más viejos que el tobillo y no sabe por dónde empezar. Cuando logra ponérselos, le asoman dos dedos, lánguidos y desnudos.
—Un momentito —me ruega.
—Doctor —lo paro— ¿tengo que quedarme así obligatoriamente? Me duelen los brazos, sin contar con que cualquiera puede entrar como recién. El show, francamente, es un asco.
—No, quédese así. Y abra las nalgas todo lo que pueda.
Sale y enseguida vuelve, esta vez acompañado de un colega, futuro anólogo.
—¿Fístula?
—No sé. Todavía no pude palpar.
—¿Dolor?
—Sí.
—No se ve inflamación —dice el recién llegado desde la frontera con Bolivia.
—¿Qué te parece?
—No sé. Palpá a ver qué pasa. Yo Ano cinco todavía no di.
El colega desaparece. De pronto, la situación se hace tensa. Me vuelve a abrir sin más trámite, se acerca todo lo que puede y, jugado, decide auscultar de zurda. Le miro el tamaño del dedo, manos de pianista más bien no tiene.
—Doctor, perdón, ¿pero usted piensa meterme eso adentro? —pregunto en pánico.
Me responde mientras cubre de vaselina el dedo.
—Escúcheme bien. Ahora va en serio. O se deja palpar o se va a su médico.
—Me dejo palpar.
Cuando las galaxias explotaron en el núcleo central del universo, todo fue, durante un instante, un rojo que nunca se volverá a repetir, una explosión desde el seno más íntimo de cada una de las estrellas que se expandieron junto con nuestro sol por el espacio buscando con sus puntas el borde pascaliano de la esfera cósmica, horadando el infinito como espadas de Dios, mientras el sol, vagabundo desde la eternidad, buscaba exactamente el centro de su pequeño sistema, calcinando todo lo que encontraba a su paso en una carrera devastadora que separó continentes, desequilibró el eje de rotación de los astros, emergieron volcanes que durante millones de siglos se aburrieron en las entrañas de la tierra y estallaron al fin como bestias, una estampida de búfalos inconmensurables vomitando el rojo inicial, hasta que Dios dijo basta, paremos aquí si lo que queremos es crear un planeta.
Salgo del quirófano ad hoc, horadado y profanado en lo más íntimo, con la orden de volver mañana para ser observado por el especialista en el asunto, sujeto que me aplicará un aparato que se llamará todo lo rectoscopio que quiera, pero que no deja de ser un fierro en el culo. En ese momento, el tipo de la uña encarnada, apoyándose lastimosamente en uno de los talones, va también hacia la salida. Todavía no he podido saber por qué, le sonrío diciéndole qué día, ¿no?, al tiempo que camino con un ritmo que ya lo quisiera María Félix yendo al encuentro de su amante para matarlo con premeditación y alevosía. Sorpresivamente, siento una de las famosas puntadas y me agarro del desuñado para no caerme, gesto civil y sin implicancias que el tipo interpreta como amor a primera vista, se me vuelve a escapar otra sonrisa, actitud que no deja de empeorar las cosas y el tipo —mufa, impotencia, dolor y asco mediante— levanta instintivamente el pie desuñado y Bernabé Ferreyra en su tarde más gloriosa me encaja una patada en el centro mismo del culo. Por un instante nos miramos, sorprendidos. Un segundo después, los dos, al unísono, pegamos el grito inicial, el llamado de amor indio, Tarzán navegando de liana en liana y convocando a todo el continente africano con voz tomada por un intempestivo resfrío e inmediatamente damos comienzo oficial al primer festival mundial de cante jondo, no sin matizarlo con pasos de baile calé, y danza rabiosamente moderna, todo por bulerías.

 

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