“Sobre la lectura”, por Marcel Proust Posted in: Ensayo, Hay que leer

Quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito. Todo lo que, al parecer, los llenaba para los demás, y que rechazábamos como si fuera un vulgar obstáculo ante un placer divino: el juego al que un amigo venía a invitarnos en el pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol molestos que nos forzaban a levantar los ojos de la página o a cambiar de sitio, la merienda que nos habían obligado a llevar y que dejábamos a nuestro lado sobre el banco, sin tocarla siquiera, mientras que, por encima de nuestra cabeza, el sol iba perdiendo fuerza en el cielo azul, la cena a la que teníamos que llegar a tiempo y durante la cual no pensábamos más que en subir a terminar, sin perder un minuto, el capítulo interrumpido; todo esto, de lo que la lectura hubiera debido impedirnos percibir otra cosa que su importunidad, dejaba por el contrario en nosotros un recuerdo tan agradable (mucho más precioso para nosotros, que aquello que leíamos entonces con tanta devoción), que, si llegáramos ahora a hojear aquellos libros de antaño, serían para nosotros como los únicos almanaques que hubiéramos conservado de un tiempo pasado, con la esperanza de ver reflejados en sus páginas lugares y estanques que han dejado de existir hace tiempo.

Quién no recuerda como yo aquellas lecturas hechas en tiempo de vacaciones, que íbamos a ocultar sucesivamente en todas las horas del día que eran lo suficientemente apacibles e inviolables para darles asilo. Por la mañana, al volver del parque, cuando todo el mundo había salido a “dar un paseo”, me deslizaba en el comedor donde, hasta la hora todavía lejana de almorzar, no entraría nadie más que la vieja Félicie relativamente silenciosa, y donde no tendría por compañeros, muy respetuosos de la lectura, más que los platos pintados colgados en la pared, el calendario cuya hoja de la víspera había sido recién arrancada, el reloj de pared y el fuego que habla sin esperar respuesta y cuya amable conversación vacía de sentido no viene, como las palabras de los hombres, a superponerse a las palabras que estáis leyendo. Me instalaba en una silla, cerca del pequeño fuego de troncos del que, durante el almuerzo, mi tío madrugador y jardinero diría: “¡No viene mal! Se soporta bastante bien un poco de fuego; os aseguro que a las seis hacía frío de verdad en el huerto ¡Y pensar que sólo faltan ocho días para Pascua!” Antes del almuerzo que, por desgracia, pondría fin a la lectura, quedaban todavía dos largas horas. De cuando en cuando, se escuchaba el ruido de la bomba al dejar correr el agua, que os hacía levantar los ojos hacia ella y observarla a través de la ventana cerrada, allí, muy cerca, en la única alameda del jardinillo que bordeaba con ladrillos y azulejos en inedia luna sus platabandas de pensamientos: unos pensamientos cosechados, al parecer, en esos cielos tan hermosos, esos cielos multicolores y como reflejados a través de las vidrieras de la iglesia que a veces podían verse entre los tejados del pueblo, cielos tristes que aparecían antes de las tormentas, o después, muy tarde ya. criando el día estaba a punto de tocar a su fin. Por desgracia la cocinera venía a poner el cubierto con excesiva antelación; ¡si al menos lo hubiera puesto en silencio! Pero se sentía en la obligación de decir: “No puede estar cómodo así; ¿quiere que le acerque una mesa?” Y sólo para responder: “No, gracias”, había que detenerse en seco y hacer volver uno su voz de lo lejos que, labios adentro, repetía sin ruido, de corrido, todas las palabras que los ojos acababan de leer; había que detenerla, hacerla salir, y, para decir decorosamente: “No, gracias”, infundirle una credibilidad aceptable y una entonación de respuesta que había perdido. Transcurría una hora; a menudo, mucho antes de la hora del almuerzo, empezaban a llegar al comedor los que, cansados, habían abreviado el paseo, habían “tomado por Méséglise”, o los que no habían salido aquella mañana, pues “tenían que escribir”. Nada más entrar decían educadamente: “No te molestaré”, pero acto seguido empezaban a acercarse al fuego, a consultar la hora, a comentar que el almuerzo no sería mal recibido. Se prodigaba una particular deferencia a aquel o a aquella que se habían “quedado a escribir” y les preguntaban: “¿Ha despachado usted ya su correspondencia?” con una sonrisa mezcla de respeto, de misterio, de malicia y de reserva, como si aquella “correspondencia” hubiera sido a la vez un secreto de estado, una prerrogativa, una suerte y una indisposición. Algunos, sin esperar más, se sentaban con anticipación a la mesa, en sus respectivos sitios. Aquello era mi ruina, pues sería un mal ejemplo para los demás invitados, que creerían que ya era mediodía y harían pronunciar demasiado pronto a mis padres la frase fatal: “Venga, cierra ya el libro, vamos a comer.” Todo estaba listo, todas las piezas del cubierto dispuestas sobre el mantel donde sólo faltaba que trajeran, una vez finalizada la comida, el aparato de vidrio en que el tío horticultor y cocinero hacía él mismo el café en la mesa; un aparato tubular y complicado como un instrumento de física que oliera bien y donde era tan agradable ver subir en la campana de vidrio la ebullición repentina que dejaba a continuación las paredes empañadas de un poso aromático y parduzco; y también la nata y las fresas que el mismo tío mezclaba, en proporciones siempre idénticas, deteniéndose exactamente en el rosa ideal con la experiencia de un colorista y la intuición de un goloso. ¡Qué largo se me hacía el almuerzo! Mi tía abuela no hacía más que probar los platos para dar su opinión con una calma que soportaba, pero no admitía, la contradicción. Si se trataba de una novela, o de versos, cosas en las que era una entendida, se sometía siempre, con humildad de mujer, a la opinión de las personas más competentes. Pensaba que aquello pertenecía al dominio fluctuante del capricho, donde el gusto de uno solo no puede establecer la verdad. Pero sobre aquellas cosas cuyas reglas y principios le habían sido enseñados por su madre, sobre la manera de preparar ciertos platos, de interpretar las sonatas de Beethoven y de recibir a las visitas con amabilidad, estaba convencida de tener una idea justa de la perfección, y de distinguir cuando los demás se aproximaban más o menos. En las tres cosas, por lo demás, la perfección consistía casi en lo mismo: era una especie de sencillez en los medios, de sobriedad y de encanto. No admitía horrorizada que se pusieran especias en aquellos platos que no las requieren en absoluto, que se tocara el piano con afectación y abuso de pedales, que el “recibir” a alguien no se hiciera con perfecta naturalidad y se hablara de sí mismo con exageración. Al primer bocado, a las primeras notas, en una simple tarjeta de visita, pretendía ya saber si tenía que vérselas con una buena cocinera, con un verdadero músico, o con una mujer bien educada. “Puede que tenga una digitación mejor que la mía, pero demuestra no tener gusto al tocar con tanto énfasis un andante tan sencillo.” “Quizá sea una mujer muy brillante y llena de otras muchas cualidades, pero es una falta de tacto hablar de sí mismo en semejante circunstancia.” “Quizá sea una cocinera muy experimentada, pero no sabe preparar el bistec con patatas.” ¡El bistec con patatas! fragmento ideal para un certamen, difícil por su misma sencillez, especie de Sonata patética de la cocina, equivalente gastronómico de lo que representa en la vida de sociedad la visita de una dama que viene a pediros informes sobre un criado, y que en una acción tan simple puede demostrar tanto tacto y educación, corno que carece de ambos. Mi abuelo tenía tanto amor propio, que le hubiese gustado que todos los platos estuviesen en su punto, y entendía tan poco de cocina que nunca sabía cuando un plato había salido mal. Estaba dispuesto a admitir que en ocasiones no saliesen bien, muy rara vez por lo demás, y únicamente por un puro efecto del azar. Las críticas siempre justificadas de mi tía abuela, dando por supuesto, por el contrario, que la cocinera no había sabido preparar tal plato, no podían dejar de parecer particularmente intolerables a mi abuelo. A menudo, para evitar discusiones con él, después de haber probado el plato’ apenas con los labios, no daba su parecer, cosa que, por lo demás, nos indicaba claramente que éste era desfavorable. Permanecía muda, pero nosotros leíamos en sus dulces ojos una desaprobación inquebrantable y legítima que tenía la virtud de sacar de quicio a mi abuelo. Este le rogaba irónicamente que diera su opinión, se impacientaba con su silencio, la acosaba a preguntas, se enfurecía, pero era evidente que antes se habría dejado conducir al martirio que hacerla confesar la creencia de mi abuelo: que el pastel no estaba demasiado azucarado.

Después del almuerzo, volvía a retomar mi lectura inmediatamente; sobre todo si el día era demasiado caluroso, subíamos “a retirarnos a la habitación”, lo que me permitía, por la pequeña escalera de peldaños simétricos, alcanzar rápidamente la mía, en el único piso tan bajo que desde la ventana abierta bastaba con un pequeño salto para encontrarse en la calle. Me dirigía a cerrar mi ventana sin poder evitar el saludo del armero de enfrente, que con el pretexto de bajar sus toldos, salía todos los días después del almuerzo a fumarse un cigarrillo delante de su puerta y saludar a los transeúntes que, en ocasiones, se detenían a charlar. Las teorías de William Morris, que con tanta constancia han sido aplicadas por Maple y los decoradores ingleses, dictaminan que una habitación no puede ser hermosa más que a condición de contener exclusivamente aquellos objetos que nos sean de alguna utilidad, y que cualquier cosa útil, ya fuera un simple clavo, no tiene que estar disimulada, sino bien a la vista. A la cabecera de la cama de armazón de cobre y sin ningún adorno, en las paredes desnudas de estas higiénicas habitaciones, algunas reproducciones de obras maestras. Juzgándola de acuerdo con los principios de esta estética, mi habitación no era hermosa en absoluto, pues estaba repleta de objetos que no podían servir para nada y disimulaba púdicamente, hasta convertir su uso en algo extraordinariamente complicado, los que servían para algo. Pero eran precisamente aquellos objetos que no estaban en función con mi comodidad, sino que más bien parecían haber llegado allí por su capricho, los que hacían que mi habitación me pareciese hermosa. Aquellas enormes cortinas blancas que ocultaban a las miradas la cama, escondida como en el interior de un santuario; el revoltijo formado por el edredón de muselina, el cubrecama de flores, la colcha bordada, las fundas de almohada de batista, bajo la que desaparecía el día, como un altar en el mes de María bajo los festones y las flores, y que, al anochecer, para poder acostarme, depositaba con precaución sobre un sillón donde consentían en pasar la noche; al lado de la cama, la trinidad compuesta por un vaso con motivos azules, un azucarero parecido y una vasija (siempre vacía desde el día siguiente a mi llegada, por orden de mi tía que temía que la “derramase”), especies de instrumentos de culto –casi tan santos como el precioso licor de azahar que había junto a ellos en un frasquito de cristal– que nunca me hubiera permitido profanar ni pensado en la posibilidad de utilizarlos para mi uso personal, como si se tratara de cálices consagrados, pero que observaba detenidamente antes de desnudarme, por miedo a volcarlos con un falso movimiento; aquellas pequeñas estolas caladas de ganchillo que ponían en el respaldo de los sillones un manto de rosas blancas a las que no debían faltar sus correspondientes espinas, ya que cada vez que había terminado de leer y quería levantarme, me había quedado prendido de ellas; aquella campana de cristal, en cuyo interior, aislado de vulgares contactos, el reloj susurraba en la intimidad a unas caracolas venidas de lejos y a una ajada flor sentimental, pero que era tan pesada de levantar que, cuando el reloj se paraba, nadie, excepto el relojero, hubiera cometido la imprudencia de atreverse a darle cuerda; aquel blanco mantel de encaje que, colocado como un paño sagrado sobre una cómoda adornada con dos jarrones, una imagen del Salvador y un boj bendito, la hacían parecer un altar (un reclinatorio, que ponían allí todos los días después de haber “terminado la habitación”, contribuía a evocar esta idea), pero cuyos flecos enredados siempre en la ranura de los cajones, los atascaban de tal forma que nunca podía coger un pañuelo sin que se cayeran a la vez imagen del Salvador, cálices y boj bendito, y sin tropezar yo mismo, agarrándome para no caer al reclinatorio; en fin, aquella triple superposición de cortinillas de estameña, grandes cortinas de muselina y otras mayores todavía de bombasí, siempre • resplandecientes en su blancura de majuelo demasiado expuesto al sol, pero en el fondo bastante molestas por su torpeza y su terquedad a correr por las guías de madera paralelas y enredarse las unas en las otras y todas en la ventana en cuanto intentaba abrirla o cerrarla, siempre una segunda cortina dispuesta, si conseguía desenredar la primera, a tomar inmediatamente su lugar en las junturas, trabadas tan completamente como lo hubiesen estado por un matorral de auténticos majuelos, o por nidos de golondrinas que hubieran tenido el capricho de instalarse allí, de manera que esta operación, en apariencia tan sencilla, consistente en abrir o cerrar mi ventanal, no conseguía culminarla nunca sin la ayuda de alguien de la casa; todos aquellos objetos, que no sólo no podían responder a ninguna de mis necesidades, sino que añadían incluso alguna dificultad, por lo demás ligera, a su satisfacción, que de toda evidencia jamás habían estado allí para el servicio de alguien, poblaban mi habitación de pensamientos de alguna manera personales, con ese aspecto de predilectos, de haber escogido vivir allí y congratularse de ello, que tienen a menudo, en un calvero, los árboles, y, al borde de los caminos o sobre viejas tapias, las flores. Aquellos objetos la llenaban de una vida silenciosa y plural, de un misterio en el que mi persona se encontraba a la vez perdida y fascinada; hacían de aquella habitación una especie de capilla donde el sol –cuando pasaba a través de las pequeñas cristaleras rojas que mi tío había intercalado en la parte alta de las ventanas–, después de haber teñido de rosa el majuelo del cortinaje, salpicaba las paredes de resplandores tan extraños corno si la pequeña capilla hubiese estado en el interior de una gran nave con vidrieras; y donde el ruido de las campanas llegaba con tanto estrépito a causa de la proximidad entre nuestra casa y la iglesia, a la que por lo demás, durante la fiesta mayor, las estaciones sacramentales nos unían por un camino de flores, que podía imaginarme que sonaban en nuestro tejado, justo encima de la ventana desde donde saludaba a menudo al cura con su breviario, a mi tía volviendo de vísperas o al monaguillo que nos traía el pan bendito. En cuanto a la fotografía de La Primavera de Botticelli por Brown, o al vaciado de la Mujer desconocida del museo de Lille, que, en las paredes y sobre la chimenea de las habitaciones de Maple, son el margen concedido por William Morris a la inútil belleza, debo confesar que en mi habitación habían sido sustituidas por una especie de grabado representando al príncipe Eugenio, terrible y hermoso bajo su dormán, y que me asombró encontrar una noche, entre el estruendo de las locomotoras y el granizo, igual de terrible y hermoso, a la puerta de la fonda de la estación anunciando una especialidad de bizcochos. Me imagino ahora que sería algún obsequio hecho a mi abuelo por algún fabricante generoso, antes de venir a parar para siempre a mi habitación. Pero entonces no me preocupaba su origen, que me parecía histórico y misterioso, y no podía imaginarme que pudieran existir varios ejemplares de aquella imagen que yo trataba como a una persona, como un habitante permanente de la habitación que yo compartía con él y con el que volvía a encontrarme año tras año, siempre idéntico a sí mismo. Hace ya mucho tiempo que no le veo, y supongo que no volveré a verle más. Pero si la fortuna hiciera que me lo encontrase, creo que tendría bastantes más cosas que decirme que La Primavera de Botticelli. Dejo para las personas de buen gusto el trabajo de adornar sus viviendas con las reproducciones de las obras de arte que admiran, y aliviar así a su memoria del esfuerzo de recobrar una imagen preciosa confiándola a un marco de madera labrada. Dejo para las personas de buen gusto el trabajo de configurar su habitación a su imagen y semejanza y amueblarla únicamente con aquellos objetos con que se sienten identificados. Por lo que a mí respecta, sólo soy capaz de vivir y de pensar en una habitación donde todo es producto de la creación y del lenguaje de unas vidas profundamente diferentes a la mía, de un gusto opuesto al mío, donde no pueda encontrar nada que me recuerde a mi pensamiento consciente, donde mi imaginación se exalta sintiéndose zambullir en las profundidades de una personalidad extraña; y no me siento feliz más que cuando pongo los pies –bien sea en el Paseo de la Estación, en el Puerto o en la Plaza de la Iglesia–en uno de esos hoteles de provincia de interminables corredores fríos, donde el viento que entra de la calle hace inútiles los esfuerzos del calorífero, donde el plano ampliado del distrito es como mucho la única decoración de sus paredes, donde cada ruido sólo sirve para poner de manifiesto el silencio que rompe, donde las habitaciones conservan un olor a cerrado que la ventilación no logra suprimir, y que las fosas nasales aspiran cientos de veces, excitando la, imaginación, que se siente fascinada, que lo toma como modelo e intenta recrear en ella todos los pensamientos y los recuerdos contenidos en ese olor; donde al anochecer, cuando uno abre la puerta de su habitación, tiene la sensación de violar toda la vida que se ha quedado allí dispersa, de tomarla atrevidamente de la mano cuando, una vez cerrada la puerta, pasamos a su interior, nos acercamos a la cama o a la ventana; de sentarse en una especie de libre promiscuidad con ella sobre el canapé fabricado por el tapicero de la capital imitando lo que él creía que era la moda de París; de tocar por doquier la desnudez de aquella vida con el propósito de sentir la emoción de su familiaridad, dejando por todas partes sus objetos personales, enseñoreándose de esa habitación llena hasta los topes del alma de sus antiguos inquilinos y que conserva hasta en la forma de los morillos de la chimenea y los dibujos de las cortinas la huella de su sueño, caminando con los pies descalzos sobre su irreconocible alfombra; entonces, aquella vida secreta, uno tiene la sensación de encerrarla consigo cuando se decide, temblando de emoción, a echar el cerrojo; de acompañarla hasta la cama v de acostarse finalmente con ella entre las inmensas sábanas blancas que os ocultan el rostro, mientras que, muy cerca, la iglesia, hace sonar por toda la ciudad las horas del insomnio de los moribundos y los enamorados.

No llevaba mucho tiempo leyendo en mi habitación cuando ya había que salir para el parque, a un kilómetro del pueblo. Pero después del obligado juego, acortaba cuanto podía el final de la merienda, traída en las cestas y repartida a los niños a la orilla del río, sobre la hierba donde había dejado el libro con la prohibición de cogerlo todavía. Un poco más lejos, al atravesar determinados parajes bastante agrestes y misteriosos del parque, el río dejaba de ser- un agua rectilínea y artificial, con cisnes en la superficie y bordeada de alamedas con estatuas sonrientes y, de cuando en cuando, carpas saltarinas, precipitaba su curso, atravesaba a la carrera las lindes del parque, convirtiéndose en un verdadero río en el sentido geográfico de la palabra –un río que debía de tener un nombre–, y que enseguida se ensanchaba (apero era realmente el mismo que corría entre las estatuas y bajo los cisnes?) entre los pastos donde dormitaban algunos bueyes y donde anegaba los botones de oro, especies de praderas pantanosas por su causa, y que lindando una orilla con el pueblo y sus torres irregulares, restos, decían, de la Edad Media, se fundían por la otra, por caminos escarpados cubiertos de escaramujos y de majuelos, con la “naturaleza” que se perdía en el horizonte, pueblos con otros nombres, lo ignoro. Dejaba que los demás terminaran de merendar en la parte baja del parque, junto a los cisnes, y subía corriendo por un laberinto hasta cualquier enramada donde me sentaba, escondido, pegado a los avellanos podados, y desde donde podía ver el plantel de espárragos, los fresales, la alberca de donde los caballos, algunos días, sacaban agua dando vueltas a su alrededor, el portón blanco que marcaba el “final del parque” por la parte de arriba, y más allá, los campos de acianos y de amapolas. En aquella enramada el silencio era profundo, el peligro de ser descubierto casi nulo, la seguridad la hacían todavía más dulce los gritos lejanos que, desde abajo, me llamaban en vano, a veces incluso se acercaban, subían los primeros ribazos, buscándome por todas partes, y luego se volvían, sin haberme encontrado; entonces cesaban los ruidos; sólo de cuando en cuando el sonido áureo de las campanas a lo lejos, atravesando los valles, parecían tañer tras el cielo azul, y me hubieran podido advertir de la hora que acababa de pasar; pero, sorprendido por su dulzura y turbado por el silencio más profundo todavía que le sucedía, una vez apagado el sonido de las últimas campanadas, nunca llegaba a estar seguro de su número. Aquello no era las campanadas estruendosas que oíamos al volver al pueblo –cuando nos acercábamos a la iglesia que, de cerca, volvía a recobrar su tamaño destacado y solemne, con su alta cúpula de pizarra donde se posaban los cuervos recortándose sobre el azul del atardecer– una especie de tañidos secos que sobre-volaban la plaza “por los bienaventurados de la tierra”. Cuando se las oía en el otro extremo del parque su sonido era débil y agradable y ya no se dirigían a mí, sino a toda la campiña, a todos los pueblos, a los campesinos solos en su campo, ni siquiera me hacían levantar la cabeza, pasaban a mi lado llevando la hora a regiones lejanas, sin verme, sin conocerme y sin interrumpirme.

Y alguna vez en casa, en mi cama, mucho después de la cena, las últimas horas de la jornada abrigaban también mi lectura, aunque esto sólo sucedía los días en que había llegado a los últimos capítulos de un libro, en que ya no quedaba mucha lectura para llegar al final. Entonces, afrontando el riesgo al castigo si llegaba a ser descubierto y el insomnio que, una vez terminado el libro, podía llegar a prolongarse durante toda la noche, en cuanto mis padres se habían acostado volvía a encender la lámpara; mientras, allí mismo en la calle, entre la casa del armero y la estación, bañadas en el silencio, lucían montones de estrellas en el cielo oscuro y sin embargo azul, y a la izquierda, en la callejuela empinada donde arrancaba su progresiva y circular ascensión, se sentía velar, monstruoso y negro, al ábside de la iglesia cuyas esculturas no dormían por la noche, la iglesia lugareña y no obstante histórica, morada mágica del Señor, de la hostia consagrada, de los santos policromados y de las damas de los castillos vecinos que, en los días festivos, después de atravesar el mercado alborotando a las gallinas y provocando las miradas de las comadres, venían a misa “en sus carruajes”, comprando siempre a la vuelta, en la pastelería de la plaza, nada más dejar la sombra del porche que los fieles al empujar la puerta giratoria sembraban de los rubís errantes de la nave, algunos de aquellos pasteles en forma de torre, protegidos del sol por una cortinilla –”feos”, “San Honoratos” y “almendrados”–, cuyo olor insubstancial y azucarado asocio a las campanadas de la misa mayor y a la alegría de los domingos.

Una vez leída la última página, el libro estaba acabado. Había que frenar la loca carrera de los ojos y de la voz que los seguía en silencio, deteniéndose únicamente para volver a tomar aliento con un profundo suspiro. Entonces, para conseguir con otros movimientos calmar los tumultos desencadenados en mí desde hacía tanto tiempo, me levantaba, me ponía a andar a lo largo de la cama, con los ojos todavía fijos en algún punto que en vano hubiéramos buscado dentro de la habitación o fuera de ella pues estaba situado a una distancia anímica, una de esas distancias que no se miden por metros o por leguas, como las demás, y que es por otra parte imposible confundir con ellas cuando se mira a los ojos “perdidos” de aquellos que están pensando “en otra cosa”. Entonces, ¿qué es lo que pasaba? Aquel libro, ¿no significaba nada más? Aquellos seres a los que habíamos prestado más atención y ternura que a las personas de carne y hueso, no atreviéndonos nunca a confesar hasta qué punto los amábamos, e incluso cuando nuestros padres nos sorprendían leyendo y parecían reírse de nuestra emoción, cenando el libro con una indiferencia afectada o un aburrimiento fingido; aquellas personas por las que habíamos temblado de emoción y sollozado, no volveríamos a verlas, no volveríamos a saber ya nada de ellas. El autor, desde hacía ya algunas páginas, en el cruel “Epílogo”, había tomado buen cuidado en “distanciarlas” con una indiferencia inusitada en quien sabía con qué interés se les había seguido paso a paso hasta aquel momento. El empleo de cada hora de su vida nos había sido narrado. Y al final, súbitamente: “Veinte años después de estos acontecimientos podía encontrarse por las calles de Fougéres a un anciano todavía erguido, etc.” Y la boda en la que se habían empleado dos volúmenes para darnos a entrever su posibilidad deliciosa, alarmándonos y acto seguido regocijándonos ante cada obstáculo que se interponía en su camino pero que después era salvado, nos enteramos que había sido celebrada a través de una frase -intrascendente de un personaje secundario, sin llegar a saber a ciencia cierta cuándo, en aquel asombroso epílogo escrito al parecer desde las nubes por una persona indiferente a nuestras pasiones anteriores que había suplantado al autor. Nos hubiera gustado tanto que el libro continuara y, en el caso de que esto fuera imposible, saber alguna cosa más de todos aquellos personajes, conocer algo de sus vidas, emplear la nuestra en cosas que no fuesen tan ajenas al amor que nos habían inspirado y cuyo objeto de pronto nos faltaba, no haber amado en vano, durante una hora, a unos seres que mañana no serían más que un nombre sobre una página olvidada, en un libro sin relación con la vida y sobre cuyo valor nos habíamos equivocado completamente puesto que su función aquí en la tierra, ahora lo comprendíamos y nuestros padres nos lo hubieran hecho saber, si hubiera sido preciso, con una frase desdeñosa, no era en absoluto, como habíamos creído, la de contener el universo y el destino, sino la de ocupar un lugar bastante limitado en la biblioteca del notario, entre los fastos anodinos del Journal de Modes illustré y la Géographie d’Eure-et Loir

… Antes de intentar demostrar en el comienzo “De los Tesoros de los Reyes”, por qué a mi parecer la Lectura no debe desempeñar en la vida el papel preponderante que le asigna Ruskin en esa obrita, debía poner fuera de toda duda las fascinantes lecturas de la infancia cuyo recuerdo debe ser para cada uno de nosotros una bendición. Sin duda he demostrado de sobra, por la longitud y la. forma de exposición que precede, lo que había ya anunciado de ellas: que lo que dejan sobre todo en nosotros, es la imagen de los lugares y los días en que las hicimos. No he podido librarme de su sortilegio: queriendo hablar de ellas, he hablado de cosas que nada tienen que ver con los libros porque no ha sido de ellos de lo que ellas me han hablado. Pero tal vez los recuerdos que uno tras otro me han restituido se habrán despertado también en el lector y le habrán conducido, demorándose por sendas floridas y apartadas, a recrear en su mente el acto psicológico original llamado Lectura, con fuerza suficiente como para poder seguir ahora, como si se las hiciera él mismo, las pocas reflexiones que me quedan por hacer.

Sabemos que “De los Tesoros de los Reyes” es una conferencia sobre la lectura que Ruskin dio en el Ayuntamiento de Rusholme, cerca de Manches-ter, el 6 de diciembre de 1864 para contribuir a la creación de una biblioteca en el Instituto de Rusholme. El 14 de diciembre pronunciaba una segunda, “De los Jardines de las Reinas”, sobre la función social de la mujer, para contribuir a fundar escuelas de Ancoats. “Durante todo aquel año de 1864, dice Collingwood en su admirable obra Life and Work of Ruskin, permaneció at home, y sólo salía para hacer frecuentes visitas a Carlyle. Y cuando en diciembre dio en Manchester los cursos que, con el título de Sésamo y Lirios, se convirtieron en su obra más popular, se hace patente su buen estado de salud, tanto física como intelectual, en la brillantez de colorido de su pensamiento. Podemos percibir el eco de sus conversaciones con Carlyle en el ideal heróico, aristocrático y estóico que propone y en la insistencia con la que plantea el valor de los libros y de las bibliotecas públicas. No hay que olvidar que Carlyle fue el fundador de la London Library…”

Para nosotros, que no pretendemos más que refutarla en sí misma, sin ocuparnos para nada de sus orígenes históricos, podemos resumir la tesis de Ruskin con bastante exactitud en estas palabras de Descartes: “la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con los hombres más ilustres de otros siglos que fueron sus autores”. Ruskin tal vez no llegó a conocer este pensamiento, por lo demás un poco rancio del filósofo francés, pero es el mismo en realidad que encontramos por todas partes en su conferencia, teñido únicamente por un dorado apolíneo que hace derretirse las brumas inglesas, muy parecido a aquel cuya gloria ilumina los paisajes de su pintor favorito. “Suponiendo, dice, que tengamos voluntad e inteligencia para escoger bien a nuestros amigos, qué pocos de nosotros tienen la posibilidad de hacerlo, cuán limitada es la esfera de elección. No podemos conocer a quien nos gustaría… Podemos, con mucha suerte, llegar a entrever a un gran poeta y escuchar el sonido de su voz, o hacer una pregunta a un científico que nos responderá amablemente. Podemos arrebatar diez minutos de conversación en el gabinete de un ministro, gozar una vez en la vida del privilegio de la mirada de una reina. Y a pesar de todo codiciamos estos azares fugaces, gastamos años de nuestra vida, nuestras pasiones y nuestras facultades en obtener poco menos que eso, mientras que, durante todo ese tiempo, hay una sociedad en todo momento a nuestro alcance, una sociedad de personas que hablarían con nosotros tanto como quisiésemos, sin importarles nuestro rango. Y esta sociedad, tan numerosa y tan educada que podemos tenerla esperando a nuestro lado todo un día –reyes y gobernantes suelen esperar pacientemente, no precisamente para conceder audiencia, sino para obtenerla– nunca vamos a buscarla en esas antecámaras sencillamente amuebladas que son los estantes de nuestras bibliotecas, jamás escuchamos una palabra de todo lo que podrían decirnos.” “Tal vez me digáis, añade Ruskin, que si preferís hablar con seres vivos es porque podéis verles el rostro, etc.”, y refutando esta primera objeción, después una segunda, demuestra que la lectura es precisamente una conversación con hombres mucho más sabios y más interesantes que todos aquellos que podemos tener la ocasión de conocer en torno nuestro. He intentado demostrar en las notas que acompañan a este volumen, que la lectura no puede compararse sin más a una conversación, ya fuera ésta con el más sabio de los hombres; que la diferencia esencial entre un libro y un amigo, no es su mayor o menor sapiencia, sino la manera en cómo se establece la comunicación con ellos, consistiendo la lectura para cada uno de nosotros, al revés de la conversación, en recibir comunicación de otro pensamiento pero continuando solos, es decir, sin dejar de disfrutar de la capacidad intelectual de que se goza en la soledad y que la conversación disipa inmediatamente, conservando la posibilidad de la inspiración y toda la fecundidad del trabajo de la mente sobre sí misma. Si Ruskin hubiera sacado consecuencias de otras verdades que enuncia algunas páginas más adelante, es probable que hubiese llegado a una conclusión análoga a la mía. Pero evidentemente su propósito no era llegar hasta el fondo de la idea de lectura. Para demostrarnos el valor de la lectura, no ha hecho más que contamos una especie de hermoso mito platónico, con esa simplicidad con que los Griegos nos han descubierto casi todas las ideas verdaderas, mientras dejaban a los escrúpulos modernos el trabajo de profundizarlas. Pero si yo creo que la lectura, en su esencia original, en ese milagro fecundo de una comunicación en el seno de la soledad, es algo más, algo distinto de lo que ha dicho Ruskin, no creo que a pesar de todo pueda reconocérsele en nuestra vida espiritual el papel preponderante que él parece asignrle.

Los límites de su papel derivan de la naturaleza de sus virtudes. Y estas virtudes, de nuevo será a las lecturas de infancia a las que interrogaré para saber en qué consisten. Aquel libro que me habéis visto leer hace un momento en un rincón junto al fuego en el comedor, en mi habitación, hundido en una butaca cubierta con orejas de ganchillo, y durante las dulces horas de la siesta bajo los avellanos y los majuelos del parque, donde todas las brisas de los campos infinitos venían de tan lejos a jugar silenciosamente junto a mí ofreciendo, sin decir palabra, a mi nariz distraída el perfume de los tréboles y las esparcetas, sobre los que mis ojos cansados se posaban a veces, aquel libro, puesto que aunque dirijáis vuestros ojos hacia él no podréis descifrar su título a veinte años de distancia, mi memoria, cuya vista es más apropiada a este género de percepciones, va a deciros cuál era: Le Cap itaine Fracasse, De Théophile Gautier. Me gustaban sobre todo dos o tres frases que se me antojaban las más originales y las más bellas de toda la obra. Me parecía imposible que otro autor hubiera escrito nunca frases comparables a aquellas. Pero tenía la sensación de que su hermosura correspondía a una realidad de la que Théophile Gautier no nos dejaba entrever, una o dos veces por volumen, más que un pequeño resquicio. Y como yo pensaba que él la conocería sin duda toda entera, me habría gustado leer otros libros suyos donde todas las frases fueran tan bellas como aquellas y tuvieran por asunto temas sobre los que hubiera deseado saber su opinión. “La risa, por naturaleza, no es nunca cruel; distingue al hombre del animal y es, como consta en La Odisea de Homero, poeta grecisco, el atributo de los dioses inmortales y bienaventurados que ríen olímpicamente hasta saciarse durante sus ocios eternos. Esta frase me producía una auténtica embriaguez. Tenía la sensación de estar asistiendo a una antigüedad maravillosa a través de aquella Edad Media que sólo Gautier podía descubrirme. Aunque me hubiera gustado que en lugar de decir aquello furtivamente después de la fastidiosa descripción de un castillo, cuya excesiva abundancia de términos que yo no conocía impedía que pudiera hacerme una idea de él, hubiera escrito todo a lo largo del volumen frases de este tipo y me hablara de cosas que una vez terminado el libro yo pudiera continuar aprendiendo y amando. Me hubiera gustado que me dijese, él, el único sabio en posesión de la verdad, la opinión que debía tener de Shakespeare, de Saintine, de Sófocles, de Eurípides, de Silvio Pellico al que había leído durante un mes de marzo muy frío, paseando, pisando con fuerza, corriendo por los caminos, cada vez que cerraba el libro, con la exaltación de la lectura terminada, de las fuerzas acumuladas mientras había estado sin moverme, y del viento saludable que soplaba por las calles del pueblo. Me hubiera gustado sobre todo que me dijese si tendría más posibilidades de alcanzar la verdad repitiendo o no mi primer curso de bachillerato o haciéndome más tarde diplomático o abogado del Tribunal Supremo. Pero tan pronto como la bella frase acababa, se ponía a describir una mesa cubierta “de una capa tal de polvo, que se hubiera podido escribir sobre ella con un dedo”, cosa bastante insignificante para mí como para que pudiese siquiera prestarle atención; y no tenía más remedio que preguntarme qué otros libros había escrito Gautier que pudieran satisfacer mejor mi aspiración y me dieran a conocer por fin su pensamiento todo entero.

Y es ésta, efectivamente, una de las grandes y maravillosas cualidades de los bellos libros (y que nos hará comprender el papel a la vez esencial y limitado que la lectura puede desempeñar en nuestra vida espiritual) algo que para el autor podrían llamarse “Conclusiones” y para el lector “Incitaciones”. Somos conscientes de que nuestra sabiduría empieza donde la del autor termina, y quisiéramos que nos diera respuestas cuando todo lo que puede hacer por nosotros es excitar nuestros deseos. Y esos deseos, él no puede despertárnoslos más que haciéndonos contemplar la suprema belleza que el último esfuerzo de su arte le ha permitido alcanzar. Pero por una singular ley, providencial por añadidura, de la óptica de la mente (ley que significa tal vez que no podemos recibir la verdad de nadie y que debemos crearla nosotros mismos), aquello que es el término de su sabiduría no se nos presenta más que como el comienzo de la nuestra, de manera que cuando ya nos han dicho todo lo que podían decirnos surge en nosotros la sospecha de que todavía no nos han dicho nada. Por lo demás, si les planteamos cuestiones que no pueden resolver, les estamos pidiendo también respuestas que no nos aclararían nada. Pues no es más que una consecuencia del amor que los poetas despiertan en nosotros por lo que concedemos una importancia literal o cosas que no son para ellos más que la expresión de emociones personales. En cada cuadro que nos muestran, no parecen darnos más que una ligera idea de un paraje maravilloso, diferente del resto del mundo, y en cuyo secreto quisiéramos que nos hiciesen penetrar. “Conducidnos”, nos gustaría poder decir al señor Maeterlinck, a Madame de Noailles, “al jardín de Zélande donde se cultivan flores de otras épocas”, por el sendero perfumado “de trébol y artemisa”, y a todos los lugares de la tierra de los que no habláis en vuestros libros, pero que en vuestra opinión sean de igual hermosura. Nos gustaría ir a ver ese campo que Millet (pues los pintores nos enseñan tanto como los poetas) nos muestra en su Printemps, nos gustaría que el señor Claude Monet nos condujese a Giverny, a orillas del Sena, a aquel recodo del río que nos deja distinguir apenas a través de la bruma matinal. Sin embargo, todas estas cosas no son en realidad más que simples azares de amistades o de parentesco que, proporcionándoles la ocasión de pasear o de residir junto a ellas, han hecho que Madame de Noailles, Maeterlinck, Millet, Claude Monet, escojan para sus cuadros aquel sendero, ese jardín, ese campo, aquel recodo de río, en lugar de cualquier otro. Lo que hace que a nuestros ojos parezcan distintos y más hermosos que el resto del mundo es que contienen, como un reflejo imperceptible, la impresión que han producido en el genio, la misma que veríamos vagar tan singular y despótica por la superficie indiferente y sumisa de cualquier paisaje que pintasen. Esta apariencia con la que nos seducen y nos decepcionan a la vez y que quisiéramos atravesar, es la esencia misma de esa cosa en cierto modo sin espesor –ilusión fijada sobre un lienzo–, que constituye una visión. Y aquella bruma que nuestros ojos ávidos quisieran penetrar, es la última palabra del arte del pintor. El supremo esfuerzo del escritor como el del artista no alcanza más que a levantar parcialmente en nuestro honor el velo de miseria y de insignificancia que nos deja indiferentes ante el universo. En ese momento, es cuando nos dice:

“Observa, observa

Perfumados de trébol y artemisa,

Ceñidos por angostos arroyos de aguas vivas,

Los paisajes del Aisne y del Oise.”

“Observa la casa de Zélande, rosa y brillante como una concha. ¡Observa! ¡Aprende a ver!” Y en ese mismo instante desaparece. Tal es el valor de la lectura ésta es también su insuficiencia. Es conceder un papel demasiado grande, a lo que no es más que una iniciación, erigirla en disciplina. La lectura se encuentra en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos en ella; pero no la constituye.

Se dan no obstante ciertos casos, ciertos casos patológicos por decirlo así, de depresión espiritual, en los que la lectura puede convertirse en una especie de disciplina terapéutica y encargarse, por medio de incitaciones reiteradas, de volver a introducir a perpetuidad a una mente perezosa en la vida del espíritu. Los libros desempeñan entonces para ésta un papel análogo al de los psicoterapeutas con ciertos neurasténicos.

Se sabe que, en determinadas dolencias del sistema nervioso, el enfermo, sin que ninguno de sus órganos se vea afectado, está sumido en una especie de anquilosamiento de la voluntad, como si se hubiera metido en un atolladero del que es incapaz de salir por sus propios medios, y en el que terminaría por perecer si alguien no le tendiera una mano firme y caritativa. Su cerebro, sus piernas, sus pulmones, su estómago están intactos. No tiene ninguna incapacidad real para trabajar, para andar, para exponerse al frío, para comer. Pero cualquiera de estas actividades, que podría perfectamente llevar a cabo, se siente incapaz de desearlas.

Y un deterioro orgánico, que terminaría por convertirse en el equivalente de las enfermedades que no padece, sería la consecuencia irremediable de la inercia de su voluntad, si el estímulo que no puede encontrar en sí mismo no le viniera del exterior, de un médico que pueda decidir en su lugar, hasta el día en que, poco a poco, se consiga la rehabilitación de sus facultades orgánicas. Ahora bien, existen determinados espíritus que podríamos comparar a esos enfermos y que una especie de pereza o de frivolidad les impide adentrarse espontáneamente en las regiones profundas de uno mismo donde empieza la verdadera vida del espíritu. Basta que se les haya guiado una sola vez para que sean capaces de descubrir y de explotar en su interior auténticos tesoros, pero, sin esta intervención foránea, vegetan en la superficie en un perpetuo olvido de sí mismos, en una especie de pasividad que hace de ellos el juguete de todas las pasiones, los rebaja a la altura de aquellos que los rodean y excitan sus ánimos, y, semejantes a aquel caballero que, compartiendo desde su infancia la vida de unos salteadores de caminos, ya no recordaba su nombre después de tanto tiempo sin usarlo, terminarán por destruir en ellos todo sentimiento y todo recuerdo de su nobleza espiritual, si un estímulo exterior no viniera a devolverlos, en cierto modo por la fuerza, a la vida del espíritu, donde vuelven a encontrar súbitamente la facultad de pensar por sí mismos y de crear. Ahora bien, este estímulo que la mente perezosa no puede encontrar en sí misma y que debe venirle de algún otro, es evidente que debe recibirlo en total soledad, fuera de la cual, ya lo hemos visto, no puede producirse esa actividad creadora que se trata precisamente de resucitar en ella. De la pura soledad la mente perezosa no podrá obtener nada, puesto que es incapaz por sí sola de poner en marcha su actividad creadora. Sin embargo, la conversación más elevada, los consejos más sabios tampoco le servirían de nada, ya que no pueden producir directamente esta original actividad. Lo que hace falta por tanto es una intervención que, proviniendo de otro, se produzca en cambio en nuestro interior; un estímulo desde luego de otra mente, pero recibido en perfecta soledad. Y ya hemos visto que ésta era precisamente la definición de la lectura, y que sólo a la lectura se ajustaba. La única disciplina que pueda ejercer una influencia favorable en tales espíritus es, por tanto, la lectura: como queríamos demostrar, que dicen los matemáticos. Pero, incluso en estos casos, la lectura no actúa más que corno un estímulo que no puede en absoluto substituir a nuestra actividad personal; tiene que contentarse con devolvernos su uso, como, en las dolencias nerviosas a las que hacíamos alusión hace un rato, el psicoterapeuta no hace más que restituir al enfermo la voluntad de servise de su estómago, de sus piernas o de su cerebro que estaban sanos. Ya sea, por otra parte, que todas las mentes participen en mayor o menor grado de esta pereza, de este estancamiento en los más bajos niveles, ya sea que, sin serle necesaria, la exaltación que producen determinadas lecturas tenga una influencia propicia sobre el trabajo personal, se suele citar a más de un escritor que tenía por costumbre leer algunas bellas páginas antes de ponerse a escribir. Emerson lo hacía raramente sin haber antes releído algunas páginas de Platón. Y Dante no es el único poeta que Virgilio ha acompañado hasta las puertas del paraíso.

Mientras la lectura sea para nosotros la iniciadora cuyas llaves mágicas nos abren en nuestro interior la puerta de estancias a las que no hubiéramos sabido llegar solos, su papel en nuestra vida es saludable. Se convierte en peligroso por el contrario cuando, en lugar de despertarnos a la vida personal del espíritu, la lectura tiende a suplantarla, cuando la verdad ya no se nos presenta como un ideal que no esté a nuestro alcance por el progreso íntimo de nuestro pensamiento y el esfuerzo de nuestra voluntad, sino como algo material, abandonado entre las hojas de los libros como un fruto madurado por otros y que no tenemos más que molestarnos en tomarlo de los estantes de las bibliotecas para saborearlo a continuación pasivamente, en una perfecta armonía de cuerpo y mente. A veces incluso, en determinados casos algo excepcionales, aunque como vamos a ver, menos peligrosos, la verdad, concebida todavía como algo exterior, se encuentra lejos, oculta en algún lugar de difícil acceso. Se trata entonces de algún documento secreto, alguna correspondencia inédita, o unas memorias que pueden arrojar sobre determinados carácteres una luz inesperada, y de las que es difícil llegar a tener noticia. Qué felicidad, qué descanso para una mente fatigada de buscar la verdad en su interior, descubrir que se encuentra fuera de ella, entre las páginas de un infolio celosamente conservado en un convento de Holanda, y que si, para llegar hasta ella, hay que hacer un gran esfuerzo, este esfuerzo sólo será material, y una distracción llena de encanto para el pensamiento. Sin duda, habrá que hacer un largo viaje, atravesar en chalana las llanuras azotadas por el viento, mientras en la orilla las cañas se cimbrean con un movimiento de ondulación continuo; habrá que detenerse en Dordrecht, que refleja su iglesia cubierta de hiedra en los almocárabes de los canales soñadores y en el Mosa agitado y dorado, donde al atardecer las embarcaciones turban al deslizarse los reflejos simétricos de los tejados rojos y del cielo azul; y por fin, llegados al término del viaje, todavía no estaremos seguros de poder tener acceso a la verdad. Para ello habrá que mover poderosas influencias, entablar amistad con el venerable Arzobispo de Utrecht, de hermoso rostro cuadrado de viejo jansenista, y con el devoto guardián de los archivos de Amersfoort. La conquista de la verdad se concibe en estos casos como el éxito de una especie de misión diplomática, donde no faltan ni los accidentes del viaje, ni los azares de la negociación. Pero ¿qué importa? Todos los miembros de la vieja y pequeña iglesia de Utrecht, de cuya buena voluntad depende que entremos en posesión de la verdad, son gentes encantadoras, cuyos rostros del siglo XVII son completamente distintos de los que estamos habituados a ver, y con los que será muy agradable conservar alguna relación, al menos por correspondencia. La estima de la que continuarán dándonos, de cuando en cuando, testimonio nos reconfortará y conservaremos sus cartas como si se tratara de documentos preciosos o piezas de coleccionista. Y no dejaremos de dedicarles un día uno de nuestros libros, que es lo menos que puede hacerse por aquellas personas que os han hecho el don… de la verdad. Y por lo que respecta a las investigaciones, a los pequeños trabajos que no tendremos más remedio que hacer en la biblioteca del convento y que serán los preliminares indispensables al acto de toma de posesión de la verdad –de la verdad que para mayor seguridad y para evitar el riesgo de perderla, tomaremos en nota– seríamos muy ingratos si nos quejáramos de las molestias que han podido ocasionarnos: la calma y la austeridad del viejo convento son tan exquisitas, donde las religiosas llevan todavía el puntiagudo capirote de alas blancas con el que aparecen representadas en el Roger Van der Weyden del locutorio; y, mientras trabajamos, los carillones del siglo XVII adormecen con tanta ternura las aguas puras del canal, que basta un tenue rayo de sol para hacerlas titilar entre la doble hilera de árboles desnudos desde finales del verano, que rozan los espejos colgados en las casas de aguilones de ambas orillas.

Este concepto de una verdad sorda a las llamadas de la reflexión y dócil al juego de las influencias, de una verdad que se obtiene con cartas de recomendación, que os la pone en las manos alguien que la poseía materialmente sin tal vez llegar siquiera a conocerla, de una verdad que se deja copiar en un cuaderno, este concepto de la verdad está lejos sin embargo de ser el más peligrosa de todos. Pues muy a menudo para el historiador, incluso para el erudito, esta verdad que van a buscar lejos en un libro, es menos, propiamente hablando, la verdad misma, que su indicio o su prueba, dejando por consiguiente lugar a una verdad distinta que no hace más que anunciar o verificar y que, ésta sí, es al menos una creación individual de su mente. No sucede lo mismo con el ilustrado. Éste, lee por leer, para recordar lo que ha leído. Para él, el libro no es el ángel que levanta el vuelo tan pronto como nos ha abierto las puertas del jardín celestial, sino un ídolo petrificado, al que adora por él mismo, y que, en lugar de dignificarse por los pensamientos que despierta, transmite una dignidad falsa a todo lo que le rodea. El ilustrado cita sonriendo tal o cual nombre que se encuentra en Villehardouin o en Boccacio, tal o cual costumbre descrita en Virgilio. Su mente, carente de actividad original, no sabe extraer de los libros la substancia que podría fortalecerla; carga con ellos íntegramente, y en lugar de contener para él algún elemento asimilable, algún germen de vida, no son más que un cuerpo extraño, un germen de muerte. No es necesario decir que si califico de malsano este gusto, esta especie de respeto fetichista por los libros, es en tanto que constituiría los hábitos ideales de una mente sin tacha que no existe, lo mismo que hacen los fisiólogos al describir un funcionamiento de órganos normal, pero que no puede darse nunca en los seres vivos. En la realidad, por el contrario, donde hay tan pocas mentes perfectas como cuerpos enteramente sanos, aquellos a los que llamamos las mentes preclaras están tan contagiados como los demás de esta “enfermedad literaria”. Más todavía, podríamos decir. Parece que la afición por los libros crece con la inteligencia, un poco por debajo de ella, pero en el mismo tallo; como toda pasión, está ligada a una predilección por todo aquello que rodea su objeto, que tiene alguna relación con él y se comunica con él incluso en su ausencia. Del mismo modo, los grandes escritores, durante el tiempo en que no están en comunicación directa con el pensamiento, se sienten a gusto en la sociedad de los libros. Después de todo, ¿acaso no han sido escritos para ellos?, ¿no les descubren mil atractivos, que permanecen ocultos para el resto de los mortales? A decir verdad, el hecho que las mentes superiores sean librescas, como suele decirse, no prueba en absoluto que esto no constituya un defecto del ser… Del hecho de que los hombres mediocres sean a menudo trabajadores y los inteligentes a menudo perezosos, no puede deducirse que el trabajo no sea para la mente una mejor disciplina que la pereza. A pesar de todo, descubrir en un gran hombre uno de nuestros defectos, nos inclina siempre a preguntarnos si no se trataría en el fondo de alguna cualidad desconocida, y no sin placer nos enteramos de que Hugo se sabía a Quinto-Curcio, Tácito y Justino de memoria, que era capaz, si alguien le discutía la legitimidad de un término, de establecer su filiación remontándose a su origen, con la ayuda de citas que demostraban una auténtica erudición. (Ya he probado en otro lugar cómo en él esta erudición alimentaba al genio en vez de ahogarlo, lo mismo que un haz de leña apaga un fuego pequeño y aviva uno grande). Maeterlinck, que es para nosotros todo lo contrario de un ilustrado, y cuya mente está siempre abierta a las mil emociones anónimas que puedan provocarle una colmena, un macizo de flores o un pastizal, nos previene contra los peligros de la erudición, a veces incluso de la bibliofilia, cuando nos describe, como buen aficionado, los grabados que embellecen una edición antigua de Jacob Cats o del ábate Sandrus. Estos peligros, por lo demás, cuando existen, amenazan mucho menos a la inteligencia que a la sensibilidad, siendo la capacidad de lectura provechosa, por decirlo de algún modo, mucho mayor entre los pensadores que entre los escritores de imaginación. Schopenhauer, por ejemplo, nos ofrece la imagen de una mente cuya vitalidad soporta sin esfuerzo aparente una enorme cantidad de lectura, reduciendo inmediatamente cada nuevo conocimiento a la parte de realidad, a la porción viva que contiene.

Schopenhauer no aventura jamás una opinión sin apoyarla al instante con varias citas, pero uno percibe enseguida que los textos citados no son para él más que ejemplos, alusiones inconscientes y anticipadas en las que se complace en encontrar algunos rasgos de su propio pensamiento, aunque en absoluto lo hayan inspirado. Recuerdo una página de El Mundo como Representación y como Voluntad donde pueden leerse unas veinte citas una tras otra. Está hablando del pesimismo (naturalmente abrevio las citas): “Voltaire, en Candide, declara la guerra al optimismo de una manera divertida.

Byron lo hace, a su manera trágica, en Caín. Herodoto nos refiere que los Tracios saludaban la llegada de un recién nacido con llantos y que la muerte, en cambio, era motivo de alborozo. Esto mismo lo encontramos en los hermosos versos de Plutarco: lugere genitum, tanta qui intravit mala, etc.’ Y a ello hay que atribuir también la costumbre de los mejicanos de desear, etc., y Swift obedecía al mismo sentimiento al tomar por costumbre desde su juventud (si hay que creer su biografía por Walter Scott) de celebrar el día de su nacimiento como un día de luto. Todo el mundo conoce aquel pasaje de la Apología de Sócrates en que Platón dice que la muerte es un bien inestimable. Una máxima de Heráclito venía a decir lo mismo: `Vitae nomen quidem est vita, opus autem mors.’ Famosos son también los hermosos versos de Teognis: `Optima sors homini non esse, etc.’ Sófocles, en Edipo en Colona 1224, hace la siguiente síntesis: `Natum nom esse sortes vincit alias omnes, etc.’ Eurípides dice: `Omnis hominum vita est plena dolore’ (Hipólito, 189), y Homero ya lo había dicho: `Non enim quidquam alicubi est calamitosius homine omnium, quotquot super terram spirant, etc.’ Por lo demás, Plinio no dijo otra cosa: `Nullum melius esse tempestiva morte.’ Shakespeare pone estas palabras en boca del anciano rey Enrique IV: `O, if this were seen —The happiest youth, —Would shut the book and sit him down and die.’ Finalmente Byron: `This something better not to be.’ Baltasar Gracián nos pinta la existencia con los tintes más negros en el Criticón, etc. Si no me hubiera dejado llevar tan lejos por Schopenhauer, me habría gustado completar esta pequeña demostración acudiendo a los Aforismos sobre la sabiduría de la vida, que es tal vez, de todas las obras que conozco, la que aúna en un autor el mayor número de lecturas con la mayor originalidad, hasta el punto de que encabezando el libro, en el que cada página contiene varias citas, Schopenhauer ha podido escribir con la mayor seriedad del mundo: “Compilar no es mi fuerte.”

Sin duda, la amistad, la amistad que con respecto a los individuos es algo frívolo, y la lectura es una amistad. Pero al menos es una amistad sincera, y el hecho de que se profese a un muerto, a un ausente, le da algo de desinteresado, algo casi conmovedor. Se trata además de una amistad desprovista de todo aquello que afea las demás amistades. Como en el fondo todos nosotros, los vivos, no somos más que muertos que todavía no hemos entrado en funciones, todos esos cumplidos, todas esas reverencias en el vestíbulo que llamamos deferencia, gratitud, afecto, con las que mezclamos tantas mentiras, son inútiles y fastidiosas. Más aún –desde las primeras relaciones de simpatía, de admiración, de agradecimiento-, las primeras palabras que pronunciamos, las primeras cartas que escribimos, tejen a nuestro alrededor los primeros hilos de un entramado de hábitos, de una manera de comportarnos, de los que ya no podremos desembarazarnos en las amistades siguientes; sin contar que durante todo ese tiempo las palabras excesivas que hayamos pronunciado permanecen como letras de cambio que deberemos pagar, o que pagaremos más caro todavía con toda una vida de remordimientos el haber dejado protestarlas. En la lectura, la amistad a menudo nos devuelve su primitiva pureza. Con los libros, no hay amabilidad que valga. Con estos amigos, si pasamos la velada en su compañía, es porque realmente nos apetece. A menudo tenernos que dejarlos contra nuestra voluntad. Y una vez nos hemos ido, ni sombra de esos pensamientos que echan a perder la amistad: ¿Qué habrán pensado de nosotros? —¿No habremos estado faltos de tacto? — ¿Hemos gustado?, y el miedo a que prefieran a cualquier otro. Todos estos sobresaltos de la amistad, desaparecen en el umbral mismo de esta amistad pura y tranquila que es la lectura. Como tampoco aquí es necesaria la deferencia; sólo reímos de lo que dice Moliére en la medida misma en que lo encontremos divertido; cuando nos aburre, no nos preocupa parecer aburridos, y cuando estamos definitivamente cansados de su compañía, le devolvemos a su sitio sin miramientos, sin importarnos su genio ni su celebridad. La atmósfera de esta amistad pura es el silencio, más puro que la palabra. Pues solemos hablar para los demás, y en cambio nos callamos cuando estamos con nosotros mismos. Además el silencio no lleva, como la palabra, la marca de nuestros defectos, de nuestros fingimientos. El silencio es puro, es realmente una atmósfera. Entre el pensamiento del autor y el nuestro no interpone esos elementos irreductibles, refractarios al pensamiento, de nuestros diferentes egoísmos. El lenguaje mismo del libro es puro (si el libro merece este nombre), transparente merced al pensamiento del autor que le ha aligerado de todo lo accesorio hasta conseguir su imagen fiel; cada frase, en el fondo, se parece .a las otras, pues todas son pronunciadas con la misma inflexión de una personalidad; de ahí esa especie de continuidad, que las relaciones de la vida y aquellos elementos extraños que se mezclan con el pensamiento excluyen, permitiendo enseguida seguir la línea misma del pensamiento del autor, los rasgos de su fisonomía que se reflejan en este sereno espejo. A veces nos encontramos a gusto en su compañía sin necesidad de que sean admirables, pues supone un gran placer para el espíritu contemplar estas pinturas profundas y profesarles una amistad sin egoísmo, sin frases hechas, desinteresada. Un Gautier, que no es más que un buen chico con un gusto exquisito (nos divierte pensar que haya podido considerársele como la representación de la perfección en el arte), nos agrada en esa medida. No nos hacemos ilusiones sobre su fuerza espiritual, y en su Voyage en Espagne, donde cada frase, sin que él se dé cuenta, actúa y persevera en la faceta llena de gracia y de buen humor de su personalidad (las palabras se alinean por sí mismas para dibujarla, puesto que ha sido ella la que las ha escogido y dispuesto su orden), no podemos dejar de encontrar ajena al arte verdadero esa obligación que se ha impuesto a sí mismo de no dejar pasar una sola forma sin describirla minuciosamente, acompañándola de una comparación que, al no apoyarse en ninguna impresión agradable o violenta, no puede llegar a satisfacernos. No tenemos más remedio que admitir la lamentable esterilidad de su imaginación cuando compara el campo y sus diferentes cultivos “a estos patrones de sastre donde se pegan las muestras de pantalones y de chalecos”, y cuando dice que de París a Angouleme no hay nada que admirar. ¿Cómo puede uno tornarse en serio a este ferviente admirador del gótico, que ni siquiera se ha tomado la molestia de acercarse a Chartres a visitar su catedral?

A pesar de todo ¡qué buen humor!, ¡qué buen gusto!, , ¡de qué buena gana seguirnos en sus aventuras a este compañero lleno de entusiasmo! Es tan agradable que contagia todo lo que le rodea. Y después de haber pasado algunos días en compañía del comandante Lebarbier de Tinan, retenido por la tempestad a bordo de su hermoso barco “reluciente como el oro”, nos apena que no nos diga una palabra más de este simpático marinero y nos obligue a abandonarle para siempre sin decimos lo que ha sido de él. Adivinamos enseguida que tanto su alegría presuntuosa como sus melancolías, forman parte de sus hábitos un poco negligentes de periodista. Pero todo esto se lo perdonamos, le seguimos adonde nos pide, nos divertimos cuando vuelve de alguna aventura calado hasta los huesos, muerto de hambre y de sueño, y nos entristecemos cuando recapitula con tristeza de folletinista los nombres de los hombres de su generación muertos prematuramente. Decíamos a propósito de él que sus frases dibujaban su fisonomía, pero sin que él llegara a darse cuenta; pues si las palabras son escogidas, no ya por nuestro pensamiento según las afinidades de su esencia, sino por nuestro deseo de retratarnos, él representa este deseo, pero sin describírnoslo. Fromentin, Musset, a pesar de todas sus dotes, puesto que han querido dejar su retrato a la posteridad, lo han pintado muy mediocre; a pesar de todo nos interesan muchísimo, incluso por eso mismo, pues su fracaso es instructivo. De manera que cuando un libro no es el espejo de una poderosa individualidad, es entonces el espejo de las extrañas anomalías de la mente. Ante un libro de Fromentin o un libro de Musset, percibimos en el fondo del primero todo lo que hay de simpleza y de necedad en cierta “distinción”, en el fondo del segundo, lo que hay de vacuidad en la elocuencia.

Si la afición por los libros crece con la inteligencia, sus peligros, ya lo hemos visto, disminuyen con ella. Una mente original sabe subordinar la lectura a su actividad personal. No es para ella más que la más noble de las distracciones, la más ennoblecedora sobre todo, ya que únicamente la lectura y la sabiduría proporcionan los “buenos modales” de la inteligencia. La fuerza de nuestra sensibilidad y de nuestra inteligencia sólo podemos desarrollarla en nosotros mismos, en las profundidades de nuestra vida espiritual. Pero es en esa relación contractual con otras mentes que es la lectura, donde se forja la educación de los “modales” de la inteligencia. Los ilustrados siguen siendo, a pesar de todo, como las personas de calidad de la inteligencia, e ignorar determinado libro, determinada particularidad de la ciencia literaria, seguirá siendo, incluso en un hombre de talento, una señal de vulgaridad intelectual. La distinción y la nobleza consisten, también en el orden del pensamiento, en una especie de francmasonería de las costumbres y en una herencia de tradiciones.

Muy pronto, en esta afición y este entretenimiento de leer, la preferencia de los grandes escritores recae en los libros antiguos. Aquellos mismos que parecieron a sus contemporáneos los más “románticos”, no leían otra cosa que a los clásicos. En la conversación de Victor Hugo, cuando habla de sus lecturas, son los nombres de Moliére, de Horacio, de Ovidio, de Regnard, los que se citan más a menudo. Alphonse Daudet, el menos libresco de los escritores, cuya obra plena de modernidad y vitalismo parece haber rechazado toda herencia clásica, leía, citaba, comentaba continuamente a Pascal, Montaigne, Diderot, Tácito. Casi podría decirse, resucitando quizá con esta interpretación, por lo demás parcial, la vieja distinción entre clásicos y románticos, que son los públicos (los públicos inteligentes, por supuesto) los que son románticos, mientras que los maestros (incluso los maestros llamados románticos, los maestros preferidos de los públicos románticos) son los clásicos . (Observación ésta que puede hacerse extensiva a todas las artes. El público va a escuchar la música del señor Vincent d’Indy, el señor Vicent d’Indy estudia la de Monsigny. El público va a exposiciones del señor Vuillard y del señor Maurice Denis mientras éstos van al Louvre). Esto se debe sin duda a que ese pensamiento contemporáneo, que los escritores y los artistas originales hacen accesible y deseable al público, forma en cierta medida de tal manera parte de ellos mismos, que un pensamiento diferente les seduce más, les exige, para entenderlo, un mayor esfuerzo, y les proporciona también un mayor placer. Cuando uno lee, a uno le gusta siempre salirse de sí mismo, viajar.

Pero hay otra causa a la que prefiero, para terminar, atribuir esta predilección que sienten las mentes privilegiadas por las obras antiguas. Y la razón es que no contienen únicamente a nuestros ojos, como las obras contemporáneas, la belleza que supo poner en ellas el espíritu que las creó. Contienen otra más enternecedora todavía, pues la materia de que están hechas, quiero decir la lengua en que fueron escritas, es como un espejo de la vida. Un poco de la dicha que experimentamos al pasear por una ciudad como Beaune, que conserva intacto su hospital del siglo XV, con su pozo, su lavadero, su bóveda de madera artesonada y pintada, su tejado de altos aguilones horadados por lucarnas y rematados por estilizadas espigas de plomo repujado (todas estas cosas que una época al desaparecer ha dejado como olvidadas allí, cosas que fueron exclusivamente suyas, puesto que ninguna de las épocas que han venido después ha producido cosas parecidas), se siente todavía un poco de esa dicha repasando una tragedia de Racine o un volumen de Saint-Simon; pues contienen todas las formas exquisitas del lenguaje abolidas, que conservan el recuerdo de usos o maneras de sentir que ya no existen, huellas persistentes del pasado al que nada del presente puede compararse y a las que el paso del tiempo ha embellecido todavía más-su aspecto.

Una tragedia de Racine, un volumen de las memorias de Saint-Simon se asemejan a hermosas piezas que hoy día ya no se hacen. El lenguaje en el que han sido esculpidas por grandes artistas, con una libertad que hace brillar su delicadeza y brotar su fuerza innata, nos conmueve como la contemplación de determinados mármoles, hoy desusados, que empleaban los artesanos de antaño. Sin duda en alguno de esos viejos edificios la piedra ha conservado fielmente el pensamiento del escultor, pero también, gracias al escultor, la piedra, de una especie hoy día desconocida, nos ha sido conservada, engalanada con todos los colores que él ha sabido extraer de ella, que ha sabido descubrir y armonizar. Es realmente la sintaxis usual en la Francia del siglo XVII –y en ella las costumbres y maneras de pensar hoy desaparecidas– lo que buscamos en los versos de Racine. Son las formas mismas de esa sintaxis, desveladas, respetadas, embellecidas por un cincel tan noble y tan delicado como el suyo, lo que nos conmueve en esos giros de lenguaje familiares hasta la originalidad y la audacia y en los que vemos, en los pasajes más agradables y más tiernos, pasar como un trazo rápido o volver para atrás en hermosas líneas quebradas, el brusco perfil. Son estas formas caducas, sacadas de la vida misma del pasado, lo que vamos a visitar en la obra de Racine, lo mismo que si se tratara de una ciudad antigua que se conservase intacta. Experimento en su presencia la misma emoción que ante esas formas desaparecidas, también ellas, de la arquitectura, que no podemos admirar ya más que en los raros y magníficos ejemplares que nos ha legado el pasado que las modeló: como las viejas murallas de algunas ciudades, los torreones y las almenas, los baptisterios de las iglesias; como junto al claustro, o bajo el osario del atrio, el pequeño cementerio olvidado al sol, entre sus mariposas y sus flores, la Fuente funeraria y el Farol de los muertos.

Más aún, no son únicamente las frases las que dibujan ante nuestros ojos las formas del alma antiguas. Entre las frases –y estoy pensando en libros muy antiguos que fueron antes recitados–, en el intervalo que las separa se conserva todavía hoy en día como dentro de un hipogeo inviolable, colmando sus intersticios, un silencio muchas veces secular. A menudo, en el Evangelio de San Lucas, al tropezar con los dos puntos que interrumpen el texto delante de todos los pasajes casi en forma de cántico de que está plagado, he escuchado el silencio del fiel que acababa de interrumpir su lectura en voz alta, para entonar los versículos siguientes como si fueran un salmo que le trajera a la memoria los salmos más antiguos de la Biblia. Este silencio llenaba todavía la pausa de la frase que, habiéndose escindido para abarcarla, había conservado su forma; y más de una vez, mientras leía, me ha regalado con el perfume de una rosa, que la brisa que entraba por la ventana abierta había expandido en la sala capitular donde se reunía el Cabildo, y que no se había evaporado después de diecisiete siglos.

Cuántas veces, en la Divina Comedia, en Shakespeare, he tenido esa impresión de tener ante mí, incrustado en la hora presente, actual, un poco del pasado, esa impresión de sueño que se experimenta en la Piazzetta de Venecia, ante sus dos columnas de granito gris y rosa que sostienen sobre sus capiteles griegos, una el León de San Marcos, la otra a San Teodoro aplastando al cocodrilo, —maravillas exóticas venidas de Oriente a través del mar que divisan a lo lejos y que viene a morir a sus pies, y que ambas, sin comprender las exclamaciones que provocan en una lengua que no es la de su país, en esta plaza pública donde brilla todavía su sonrisa distraída, perpetúan entre nosotros intercalándolos en nuestro presente sus días del siglo XII. Sí, en plena plaza pública, en medio de mi presente cuyo dominio interrumpe, un poco del siglo XII, de ese siglo XII hace tiempo desaparecido, se erige en un doble y grácil impulso de granito rosa. A su alrededor, los días actuales, los días que estamos viviendo giran, se apresuran zumbando en torno de las columnas, pero al llegar junto a ellas se detienen bruscamente, huyen como abejas espantadas; pues ellas, estas esbeltas y delicadas esclavas del pasado, no pertenecen al presente, sino a otra época donde el presente tiene prohibido penetrar. Alrededor de las columnas rosas, de donde brotan sus espléndidos capiteles, los días actuales se apresuran y zumban. Pero, interpuestas entre ellos, los apartan, preservando con su delgado espesor un lugar inviolable del Pasado: —del Pasado familiarmente surgido en medio del presente, con ese color un poco irreal que tienen los objetos que una especie de ilusión nos hace ver a pocos pasos, cuando en realidad se encuentran a muchos siglos de distancia; dirigiendo todas sus facetas tal vez demasiado directamente a la mente, exaltándola más que si se tratara de un espectro de una época sepultada por el tiempo; y que no obstante está ahí, entre nosotros, próximo, codeándose con nosotros, tocándonos, inmóvil, a plena luz del día.