“Historia de amor”, por Cristina Peri Rossi Posted in: Cuentos, Hay que leer
DIJO QUE ME AMABA y me ofrendó su vida.
Al principio, yo me sentí halagado —era la primera vez que me sucedía—, pero luego comencé a notar un dolor sobre los hombros. No hay vidas livianas. Todas son difíciles de llevar. Como soy sumiso y obediente, calcé bien el pesado bulto sobre mis espaldas y me dirigí, sin vacilación, a la montaña. A veces, su vida me rozaba los omóplatos, en difícil equilibrio, y yo sentía un escozor en la piel, que enrojecía y adelgazaba. Cuando un costado me dolía mucho, arqueaba el lomo e intentaba trasladar el peso hacia el otro.
No había transcurrido aún la primera parte del camino, cuando observé que una de mis costillas cambiaba de lugar, clavándose en mi estómago. Entonces me alarmé, quise despojarme de mi carga, pero ella, solemnemente, declaró que me amaba, y se acomodó mejor sobre mis hombros.
Con la costilla en el estómago, era difícil comer y moverse, pero descubrí una nueva manera de respirar, en dos movimientos, el primero lento y no muy profundo, el segundo algo más hondo, que me permitía seguir caminando. Observé que, mientras andaba, mucha gente se detenía para felicitarme: se había extendido la noticia de su amor y yo me había vuelto relativamente famoso. Mis pies sangraban y desistí de los zapatos. Deseé, como las enormes tortugas marinas, poseer una caparazón milenaria que me protegiera las espaldas.
Bajo el peso de su vida, yo caminaba inclinado. Ya no veía el cielo, ni las altas cimas de los árboles, ni los pájaros que cruzan el aire, ni las fugaces mariposas de los días de tormenta. Es cierto que a veces experimentaba una fuerte nostalgia de nubes y arco iris, pero me acostumbré a andar agachado, a mirar sólo las cosas que andaban a ras del suelo.
Al principio, cuando me detenía al borde de una corriente cristalina para beber o descansar un rato, ella aceptaba que yo depositara brevemente su vida sobre el suelo (comía o bebía vigilándola atentamente para que no se extraviara o un desconocido se la llevara). Así, yo obtenía algún descanso. Pero un día, cuando llevábamos andando ya algún tiempo, me anunció su decisión de no separarse jamás de mí. No pude levantar la cabeza para mirarla, por el peso, pero de todos modos comprendí la obstinación de su propósito. La resolución nacía, según me dijo, de su profundo amor por mí. Tenía la espalda encorvada, mis muslos temblaban, los pies estaban desollados y las costillas, rebeldes, cambiaban permanentemente de lugar, pero el privilegio de su amor era todo mío. «No podrá continuar pegada a mí si yo no quiero», reflexioné interiormente, mientras ajustaba mejor, con un movimiento de hombros, la carga sobre mí. La montaña estaba próxima y la temible ascensión comenzaría de un momento a otro. «Por más que quiera —continué diciéndome— podré desembarazarme un instante de ella para beber o para dormir, aunque llore, me riña o simule estar enferma: bastará que sacuda mis hombros para que caiga». Pero me equivocaba: cuando intenté sacudirla de mis espaldas para depositarla un momento en el suelo, comprobé que no podía hacerlo. Sus órganos vitales, durante esa etapa del camino, habían comenzado a segregar un líquido amarillento, una sustancia córnea que al secarse sobre mi espalda la había unido definitivamente a mí. Con la obcecación del náufrago, intenté romper con las manos la dura costra que nos unía. «Es inútil —me dijo ella, justo encima de mis riñones—. Mi amor es eterno, indisoluble, indestructible. De mis senos mana esta corriente que al llegar a ti se solidifica y de mi útero fluye este metal que se adhiere a tus costillas». «Ya no nos separaremos más», dijo, triunfal.
En vano me sacudí, intentando librarme de la carga; sólo conseguí cansarme más. En efecto, igual que esos torpes caracoles que avanzan lentamente con su concha encima, cada vez que yo me movía, sin querer la trasladaba. Pensé aproximarme a la montaña y, brutalmente, golpear mi carga contra la piedra dura, insomne; pronto comprendí que yo me estrellaría también, como una fiera enloquecida.
De modo que comencé la ascensión. Las emanaciones de sus órganos eran cada vez más frecuentes; aquellos líquidos pegajosos se derramaban sobre mis manos, entumeciéndome los dedos; formaban densas películas adhesivas que unían una parte de mi cuerpo a otra que no le correspondía, con lo cual la dificultad para caminar era mucho mayor. Sobre mis espaldas sentía sus secreciones fluir, fortaleciendo cada vez más la costra que nos unía.
A la noche, me sentía agotado y dormía entrecortadamente, mojado por los líquidos que chorreaban de manera intermitente de sus axilas, de sus poros, de sus piernas. Una mañana, desperté con la boca completamente cubierta por un tejido pegajoso, amarillento, de sólida textura, que no me permitía hablar; comprendí que al moverse, en sueños, había exhalado algunas de esas hebras cartilaginosas que se endurecieron sobre mis labios. Luché por romper la cáscara, pero fue imposible: ahora yo avanzaba mudo por la montaña.
La ascensión es difícil. Cada vez estoy más encorvado. Ya no veo a nadie por el camino. No se trata solamente de la soledad del lugar o del riesgo de la montaña: si alguien pasara, yo no lo vería, inclinado como estoy sobre el suelo, a causa del peso. Mi fama, por otra parte, se ha extinguido: no creo que alguien me reconozca, con los huesos al aire, macilento y lleno de costras teguminosas.
No me preocupa el final del recorrido: la cima de la montaña está muy lejos y jamás conseguiré llegar allí. Además, ya estoy muy viejo, o por lo menos, lo parezco. Sé que moriré pronto y he tratado de advertírselo: cada vez estoy más flaco, mis pies ya no tienen piel, los huesos asoman por los agujeros del cuerpo. Como no puedo hablar (ni comer) a causa de la costra, se lo advertí con gestos. Ella me consoló de inmediato. «Te amo —me dijo—. Te he brindado mi vida. ¿Cómo no ibas a darme la tuya?».
Del libro: Por fin solos
Cristina Peri Rossi, 2004