Charles Bukowski: Secuelas de una larguísima nota de rechazo Posted in: Cuentos, Hay que leer

Secuelas de una larguísima nota de rechazo es el primer relato que, con 24 años, escribió Charles Bukowski y fue publicado en Story Magazine. Como todos sus textos, este relato es claramente autobiográfico. De hecho, al poco tiempo de escribirlo se desilusionó con el proceso de publicación y dejó de escribir durante una década. El relato cuenta de manera magistral los sentimientos de un escritor que continuamente ve como son rechazados los originales que envía a revistas y editoriales. El final es completamente inesperado… Este relato estaba inédito en castellano hasta ahora.

Iba yo dando un paseo y se me vino a la cabeza. Era la más larga que había recibido nunca. Normalmente sólo te decían: «Lo sentimos, pero no tiene la suficiente calidad», o «lo sentimos, pero no se ajusta exactamente a nuestra línea editorial». O, lo que sucedía más a menudo, te enviaban el impreso de rechazo estándar.

Sin embargo, ésta era la más larga, la más larga que había visto nunca. Se refería al relato que les envié, «Mis aventuras en medio centenar de pensiones». Pasé por debajo de una farola, saqué la notita del bolsillo y volví a leerla.

«Estimado señor Bukowski:

Una vez más, nos encontramos ante un conglomerado compuesto por una parte extremadamente buena y por otra atestada de idolatradas prostitutas, de escenas de vómitos sobrevenidos a la mañana siguiente, de misantropía, de elogio del suicidio, etc., que es algo que una revista no puede publicar de ninguna de las maneras. No obstante, se trata de algo muy parecido a esas odiseas que viven determinado tipo de personas, y creo que en ese sentido ha hecho usted un trabajo auténtico. Probablemente publiquemos algo suyo en alguna ocasión, aunque no sé cuándo exactamente. Eso depende de usted.

Se despide atentamente,

Whit Burnett».

¡Vaya! Yo conocía aquella firma, esa «h» alargada que llegaba, retorciéndose, hasta el final de la «W», y el principio de esa «B» que descendía hasta la mitad de la página.

Me guardé otra vez la nota en el bolsillo y seguí caminando calle abajo. Me sentía bastante bien.

Sólo llevaba escribiendo dos años, dos cortos años. Hemingway tardó diez y Sherwood Anderson cumplió los cuarenta antes de que le publicaran algo.

Supongo, sin embargo, que debería renunciar a la bebida y a las mujeres de mala reputación. De todos modos, resultaba difícil conseguir whisky y el vino me estaba destrozando el estómago. A Millie, sin embargo…, renunciar a Millie, eso iba a ser algo más difícil, mucho más difícil.

… Pero Millie, Millie; no debemos olvidarnos de las letras. En Rusia tienen a Dostoievsky o a Gorki, y ahora América busca a alguien de Europa del Este. América está harta de Browns y de Smiths. Los Browns y los Smiths son buenos escritores, pero hay demasiados y todos escriben de una manera muy similar. América necesita la difusa oscuridad, las reflexiones poco prácticas y los deseos reprimidos de alguien de Europa del Este.

Millie, Millie; tus contornos son sencillamente perfectos, tu cuerpo se desliza terso hasta las caderas y amarte es tan sencillo como ponerse unos guantes cuando el termómetro marca cero grados. Tu habitación, además de alegre, es siempre cálida, y me encantan tus vinilos y tus sándwiches de queso. Millie, ¿y tu gata? ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas cuando era pequeña? Intenté enseñarle a dar palmas y a rodar hacia los lados, y tú dijiste que un gato no es un perro y que no lo lograría; pero, en fin: lo conseguí, ¿verdad, Millie? La gata ahora ya ha crecido y ha tenido cachorros. Hemos sido amigos durante mucho tiempo. Pero ahora esto se va a tener que acabar, Millie: los gatos, tus contornos y la 6.ª Sinfonía de Tchaikovsky. América necesita a alguien de Europa del Este…

Caí en la cuenta de que ya estaba enfrente de mi pensión, pero cuando me disponía a entrar vi luz en mi ventana y miré adentro. Carson y Shipkey estaban sentados a la mesa junto a alguien que yo no conocía. Estaban jugando a las cartas y, en el centro, tenían una jarra de vino enorme. Carson y Shipkey eran pintores, pero no eran capaces de decidir a quién preferían como modelo a seguir, si a Salvador Dalí o a Rockwell Kent; y mientras se decantaban por una opción u otra continuaban trabajando en los astilleros.

A continuación, vi a un hombre muy quieto sentado en el borde de la cama. Tenía bigote y perilla, y me resultaba conocido. Creía recordar su cara. Yo había visto esa cara antes, quizá en un libro, en un periódico o en una película. Comencé a hacer cábalas y, entonces, me acordé.

Cuando conseguí recordarlo, empecé a dudar entre pasar o no. Después de todo, ¿qué iba a decir?

¿Cómo me iba a comportar? Con un hombre como ése era difícil. Había que procurar no decir ninguna inconveniencia; había que tener cuidado con todo.

Decidí primero dar una vuelta a la manzana. Había leído en alguna parte que, cuando se está nervioso, eso ayuda. Cuando me disponía a marcharme, oí blasfemar a Shipkey y como alguien tiraba un vaso. Eso no me iba a ayudar nada.

Decidí prepararme un discurso con antelación: «En realidad, de palabra no me expreso nada bien. Soy muy retraído y me pongo muy tenso. Lo acumulo todo dentro y después lo plasmo en el papel, negro sobre blanco. Estoy seguro de que le voy a decepcionar, pero yo he sido así siempre».

Pensé que esto sería suficiente y cuando completé la vuelta a la manzana me fui directo a mi habitación.

Pude comprobar que Carson y Shipkey estaban bastante borrachos y sabía que ninguno de ellos me iba a ayudar. El pequeño jugador que les había acompañado también se encontraba en unas condiciones pésimas, pero tenía todo el dinero en su lado de la mesa.

El hombre de la perilla se levantó de la cama.

—¿Qué tal está, señor? —preguntó.

—Bien, ¿y usted?

Nos dimos la mano.

—Espero no haberle tenido esperando mucho tiempo —le dije.

—Claro que no.

—En realidad —le dije—, de palabra no me expreso nada bien.

—Excepto cuando está borracho, que entonces vocea. Algunas veces se marcha a la plaza a soltar algún sermón y, si no le escucha nadie, le habla a los pájaros —dijo Shipkey.

El hombre de la perilla sonrió abiertamente. Tenía una risa maravillosa. Evidentemente, era un hombre inteligente.

Los otros tíos siguieron jugando a las cartas, pero Shipkey había dado la vuelta a su silla y nos observaba.

—Soy muy retraído y me pongo muy tenso —proseguí— y…

—¿Hipertenso o hipotenso? —inquirió Shipkey a gritos.

Aquello fue terrible, pero el hombre de la perilla volvió a sonreír, con lo cual me sentí mejor.

—Lo acumulo todo dentro y después lo plasmo en el papel, negro sobre blanco, y…

—¿Intenso o extenso? —gritó Shipkey.

—… y estoy seguro de que le voy a decepcionar, pero yo he sido así siempre.

—¡Escuche, señor! —gritó Shipkey balanceándose en la silla hacia atrás y hacia delante—. ¡Escuche! ¡Usted, el de la perilla!

—¿Sí?

—Escuche. Mido metro ochenta y tengo el pelo ondulado, un ojo de cristal y un par de canicas encarnadas.

El hombre se rió.

—¿Entonces, no me cree? ¿No se cree que tengo las canicas encarnadas?

Por alguna razón, cuando estaba bebido, Shipkey siempre quería hacerle creer a la gente que tenía un ojo de cristal. Se señalaba un ojo o el otro y mantenía que era de cristal. Reivindicaba que había sido su padre, el mejor especialista del mundo y a quien, desafortunadamente, un tigre había matado en China, quien había hecho el ojo de cristal para él.

De repente, Carson comenzó a gritar.

—¡Te he visto coger esa carta! ¿Dónde la tenías? ¡Ponla aquí, aquí! ¡Está marcada, marcada! ¡Ya lo decía yo! ¡No me sorprende que hayas estado ganando! ¡Claro! ¡Claro!

Carson se levantó, agarró de la corbata al pequeño tahúr y comenzó a tirar de ella hacia arriba. Del cabreo que tenía, Carson se puso rojo, y como éste seguía tirando de la corbata, el pequeño tahúr empezó a ponerse morado.

—¿Qué pasa, eh? ¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Qué está pasando? —gritó Shipkey—. Déjame ver, ¿eh? ¡Dame a ese idiota!

Carson estaba rojo como un tomate y apenas podía hablar. Hablaba entre dientes con gran esfuerzo, a la vez que sostenía en alto la corbata. El pequeño tahúr empezó a agitar los brazos, como hacen los grandes pulpos cuando los sacan del agua.

—¡Nos ha engañado! —siseó Carson—. ¡Nos ha engañado! ¡Ha sacado una de la manga, cierto como que Dios existe! ¡Nos ha engañado, te lo digo!

Shipkey se puso detrás del pequeño tahúr, le agarró del pelo y comenzó a darle tirones, zarandeándole la cabeza hacia atrás y hacia delante, mientras Carson seguía enganchado a la corbata.

—Nos has engañado, ¿eh? ¡Lo has hecho! ¡Habla! ¡Habla! —gritaba Shipkey mientras le tiraba del pelo.

El hombrecillo no soltó prenda. Tan sólo dejó caer los brazos y empezó a sudar.

—Le llevaré a algún sitio donde podamos tomar una cerveza y algo de comer —le dije al hombre de la perilla.

—¡Venga, habla! ¡Suéltalo! ¡No puedes engañarnos!

—Bueno, no será necesario —dijo el hombre de la perilla.

—¡Rata! ¡Piojo! ¡Cerdo avaricioso!

—¡Insisto! —dije.

—Ibas a robarle a un hombre con un ojo de cristal, ¿verdad? Te voy a enseñar yo, ¡cerdo avaricioso!

—Es usted muy amable; además tengo mucha hambre, gracias —dijo el hombre de la perilla.

—¡Habla! ¡Habla, cerdo avaricioso! Si no hablas en dos minutos, en sólo dos minutos, ¡te saco el corazón y hago un picaporte con él!

—¡Vámonos ahora mismo! —dije.

—Está bien —dijo el hombre de la perilla.

A esas horas de la noche TODOS los locales de comida estaban ya cerrados y había un largo paseo al centro. No podía llevarle de nuevo a la habitación, así que tenía que probar con Millie. Ella siempre tenía comida de sobra. Al menos, siempre tenía queso.

Yo estaba en lo cierto. Nos hizo café y sándwiches de queso. La gata me conocía y, de un salto, se me subió a las rodillas.

Puse a la gata en el suelo.

—Mire, señor Burnett —dije—. ¡Da palmas! —le dije a la gata—. ¡Da palmas!

La gata se quedó ahí sentada, sin más.

—Tiene gracia; siempre lo hace —dije—. ¡Da palmas!

Recordé que Shipkey le había dicho al señor Burnett que yo le hablaba a los pájaros.

—¡Venga, hombre! ¡Da palmas!

Empecé a sentirme como un tonto.

—¡Venga! ¡Da palmas!

Me agaché, coloqué la cabeza junto a la de la gata y puse todo mi empeño.

—¡Da palmas!

La gata se quedó ahí sentada, sin más.

Volví a la silla y cogí mi sándwich de queso.

—Los gatos son animales extraños, señor Burnett. Con ellos, nunca se sabe. Millie, ponle al señor Burnett la 6.ª de Tchaikovsky.

Estuvimos escuchando la música. Millie se acercó y se me sentó en las rodillas. No llevaba puesto más que un salto de cama. Se echó encima de mí y yo aparté el sándwich a un lado.

—Quiero que se fije —le dije al señor Burnett— en la parte que introduce el movimiento andante en esta sinfonía. Creo que es uno de los movimientos más bellos en la historia de la música. Y además de su belleza y de su fuerza, tiene una estructura perfecta. Puedes sentir la inteligencia en la obra.

La gata saltó sobre las rodillas del hombre de la perilla. Millie pegó su cara a la mía y me puso una mano en el pecho.

—¿En dónde te habías metido, encanto? Millie te ha echado de menos; ya lo sabes.

El disco se terminó. El hombre de la perilla se quitó la gata de encima, se levantó y le dio la vuelta. Debería haber visto que en la funda había otro disco. Al darle la vuelta, llegaríamos al clímax un poco pronto. Sin embargo, no dije nada y lo escuchamos hasta el final.

—¿Qué le ha parecido? —pregunté.

—¡Magnífico! ¡Simplemente magnífico!

La gata estaba allí, en el suelo.

—¡Da palmas! ¡Da palmas! —le dijo a la gata.

La gata dio palmas.

—Mire —dijo—, puedo hacer que la gata dé palmas. ¡Da palmas!

La gata dio una vuelta hacia un lado.

—¡No! ¡Da palmas! ¡Da palmas!

La gata permaneció sentada, sin más.

Se agachó, puso la cabeza junto a la de la gata y le habló al oído.

—¡Da palmas!

La gata le lanzó una zarpa directamente a la perilla.

—¿Ha visto? ¡He conseguido que dé palmas!

El señor Burnett parecía encantado.

Millie se apretaba fuerte contra mí.

—Bésame, encanto —decía—, bésame.

—No.

—Dios mío, encanto, ¿se te ha ido la olla? ¿Qué mosca te ha picado? Algo le pasa esta noche; ¡me he dado cuenta! ¡Cuéntaselo todo a Millie! Millie iría al infierno por ti, encanto; tú lo sabes. ¿Qué te pasa, eh? ¿Eh?

—Ahora haré que la gata ruede hacia los lados —dijo el señor Burnett.

Millie me abrazó con fuerza y dirigió su mirada hacia abajo, hacia mi catalejo, observando con detenimiento. Tenía un aspecto muy triste y maternal, y olía a queso.

—Cuéntale a Millie qué mosca te ha picado, encanto.

—¡Da una vuelta! —le dijo el señor Burnett a la gata.

La gata permaneció sentada, sin más.

—Escucha —le dije a Millie—, ¿ves a ese hombre de ahí?

—Sí, le veo.

—Bueno, pues ése es Whit Burnett.

—¿Y quién es ése?

—El editor de la revista. A quien envío mis relatos.

—¿Te refieres al que te manda esos papeluchos?

—Notas de rechazo, Millie.

—Pues vale, es un cabrón. No me gusta un pelo.

—¡Da una vuelta! —le dijo el señor Burnett a la gata.

La gata dio una vuelta hacia un lado.

—¡Mire! —gritó—. ¡He conseguido que la gata dé una vuelta! ¡Me gustaría comprar esta gata! ¡Es fantástica!

Millie me abrazó aún más fuerte y bajó su mirada hacia mi catalejo. Yo sentía una impotencia considerable. Me sentía como el pez que, aún vivo, reposa un viernes por la mañana sobre el hielo del mostrador de la pescadería.

—Escucha —dijo—, me las puedo apañar para que te saque una de tus historietas. Puedo hacer que te las saque todas.

—¡Observe cómo consigo que la gata dé vueltas hacia los lados! —dijo el señor Burnett.

—¡No, no, Millie, tú no lo entiendes! Los editores no son como los cansados hombres de negocios. ¡Los editores tienen escrúpulos!

—¿Escrúpulos?

—Escrúpulos.

—¡Da una vuelta! —dijo el señor Burnett.

La gata se quedó sentada, sin más.

—¡Ya me lo sé yo todo sobre los escrúpulos! ¡No te agobies tú por los escrúpulos, encanto; haré que te saque todas tus historietas!

—¡Da una vuelta! —le dijo el señor Burnett a la gata.

No pasó nada.

—¡No, Millie; no me los publicará!

Ella me abrazaba con mucha fuerza. Me resultaba difícil respirar y además pesaba bastante. Sentía que se me estaban durmiendo los pies. Millie apretó su cara contra la mía y me acarició el pecho de arriba a abajo.

—¡Encanto, tú chitón!

El señor Burnett se agachó, puso la cabeza junto a la de la gata y le habló al oído.

—¡Da una vuelta!

La gata le lanzó una zarpa directamente a la perilla.

—Creo que esta gata quiere comer algo —dijo.

Dicho esto, volvió a sentarse en la silla. Millie se acercó y se le sentó en las rodillas.

—¿De dónde te has sacado tú esta perillita tan cuca? —preguntó.

—Perdonadme —dije yo—, pero voy a por un vaso de agua.

Entré en la cocina, me senté en el rincón del desayuno, bajé la mirada y comencé a examinar las flores del mantel. Intenté arrancarlas rascando con una uña. Ya resultaba suficientemente duro compartir el amor de Millie con el vendedor de queso y con el soldador. Millie estaba agachada; su cuerpo a la altura de las caderas. ¡Joder, joder!

Me quede allí sentado y, después de un rato, saqué del bolsillo la nota de rechazo y la releí. Había empezado a ponerse parduzca por los pliegues, que además estaban empezando a romperse. Tenía que dejar de leerla; debía meterla en un libro y colocarla entre las páginas, como se hace con las rosas cuando se quiere aplastarlas.

Empecé a pensar en lo que ponía. Siempre había tenido el mismo problema. Ya en la facultad me había sentido arrastrado a la difusa oscuridad. La profesora de relato breve me llevó una noche a cenar y a un espectáculo, y me echó un sermón sobre las bellezas de la vida. Anteriormente le había entregado uno de mis relatos en el que yo era el personaje principal. En el relato contaba que una noche bajaba a la playa y comenzaba a meditar sobre el sentido de Cristo, sobre el sentido de la muerte y sobre el sentido, la plenitud y el ritmo que tienen todas las cosas. En ese instante, en medio de mis meditaciones, aparecía un vagabundo con los ojos llorosos. Iba dándole patadas al suelo y me echaba la arena en la cara. Entonces, entablaba una conversación con él, le compraba una botella y empezábamos a beber. Nos emborrachábamos y, a continuación, nos íbamos a una casa de mala reputación.

Después de la cena, la profesora abrió su bolso y sacó el relato de la playa. Lo desdobló hasta la mitad aproximadamente, hasta el punto en que terminaba con el sentido de Cristo y entraba en escena el vagabundo de los ojos llorosos.

—Hasta aquí —dijo—, hasta aquí, esto es muy bueno; de hecho, es excelente.

En ese momento, me fulminó con la mirada, con esa mirada que sólo pueden tener los que poseen inteligencia artística y que, sin embargo, han caído en las garras del dinero y de la posición.

—Pero, perdóname, perdóname de verdad —decía mientras tamborileaba con los dedos en la parte inferior de mi relato—, sencillamente, ¿qué coño pinta esto aquí?

Yo no PODÍA seguir fuera más tiempo. Me levanté y entré en el salón.

Millie le estrujaba entre sus brazos y dirigía su mirada hacia abajo, a su catalejo. Él parecía un pez sobre el hielo.

Millie debió de pensar que yo quería hablar con él sobre los procedimientos editoriales.

—Perdona, pero tengo que peinarme —dijo, mientras se marchaba de la habitación.

—Qué simpática es, ¿verdad, señor Burnett? —le pregunté.

Él, tratando de recobrar un buen aspecto, se estiró la corbata.

—Perdone —dijo—, ¿por qué insiste en llamarme «señor Burnett»?

—Hombre, ¿no lo es usted acaso?

—Yo soy Hoffman. Joseph Hoffman. Vengo de la Compañía de Seguros Curtis Life y he venido por la postal que nos envió.

—Pero yo no he enviado ninguna postal.

—Nosotros recibimos una.

—No les he enviado nunca nada.

—¿No es usted Andrew Spickwich?

—¿Quién?

—Spickwich. Andrew Spickwich, de la calle Taylor, 3631.

Millie regresó y volvió a engancharse a Joseph Hoffman. Yo no tuve el valor de decirle nada.

Cerré la puerta con mucha suavidad, bajé las escaleras y me fui a la calle. Anduve calle abajo parte de la manzana y, entonces, vi cómo se apagaban las luces.

Corrí como un loco hacia mi habitación, con la esperanza de que quedara algo de vino en aquella jarra enorme que había encima de la mesa. Sin embargo, nunca creí que fuera a tener tanta suerte, porque encarno una de esas odiseas que viven determinado tipo de personas: difusa oscuridad, reflexiones poco prácticas y deseos reprimidos.